sábado, 21 de junio de 2014

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO




DOMINGO DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO - A (22 de Junio del 2014)

Proclamación del Evangelio según San Juan 651-58:

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Los judíos discutían entre sí: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?" Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". PALABRA DEL SEÑOR.

REFLEXION:

Estimados amigos(as) en el señor Paz y Bien.

Recuerdan Uds. aquella escena en que Juan muy bien lo define: “La palabra de Dios se hizo carme” (Jn 1,14).  Y Cuando Jesús nació y los reyes venidos del medio oriente preguntaron “Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo. Herodes y todo Jerusalén al oír esta noticia se alborotó” ( Mt 2,2-3). U Otro episodio cuando mismo Jesús dijo: “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad” (Jn 6,38). Todos quedaron escandalizados y dijeron: “pero si conocemos a la mamá, al papá, si este es Jesús! Entonces qué está hablando este” (Mt 13,55). Hoy nos encontramos con otra resistencia. Cuando Jesús dijo “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51). Inmediatamente la gente se pregunta: “¿Cómo puede éste hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). La gente no entendió aquella palabra que el Ángel dijo a Marìa: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37)

Jesús mismo nos ha dicho: “Todo es posible para Dios” (Mt 19,26). Y así un día convirtió el agua en vino: Jesús dijo a los sirvientes: "Llenen de agua estas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. "Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete". Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: "Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento". Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Jn 27-11). Así pues, la omnipotencia de Dios hizo posible que su Palabra se hiciera carne, que esa Palabra que es su Hijo, tiene el poder de convertir el agua en vino, hoy convierte ante nuestros ojos el Pan en su cuerpo y el vino en su sangre al decir: "Tomen y coman que esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Tomen y beban todos de él, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza que será derramada por Uds para el perdón de los pecados, y hagan esto en conmemoración mía” (Mt 26,26-29). Pero el evangelio de este domingo en la fiesta del corpus Christi es tomado según San Juan que tiene los siguientes detalles.

El evangelio de este domingo (Jn 6,51-58) contiene siete afirmaciones de invitación a COMER. ¿Què significa comer? significa asimilar, significa saber decir el Amén eucarístico, significa hacer verdaderamente la comunión. No un Jesús al cual contemplamos a distancia. Un Jesús al cual ahora nosotros encarnamos. Con quien nosotros nos hacemos una sola cosa. Pero ni una sola afirmación comer se repite al pie de la letra. Siempre hay una variante, siempre hay una nueva luz, siempre se abre una nueva ventana para que comprendamos la profundidad del misterio de la comunión:

La primera es una afirmación que comienza en negativo, en condicional. “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en Uds” (Jn 6,53).

La segunda, por el contrario es positiva: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Enseguida en la tercera vuelve a insistir: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”(Jn 6,55).

La cuarta afirmación vuelve sobre el mismo concepto con una proposición bellísima que habla ahora de la alianza. “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mi y yo en él”(Jn 6,56).

La quinta se basa en una comparación: “Así como el Padre que me ha enviado posee la vida y yo vivo por Él, así también el que me coma vivirá por mi”(Jn 6,57). La naturaleza de la alianza entre el discípulo y el Maestro viene de la comunión del Padre y del Hijo porque comulgar es hacer viva alianza con Cristo y en Él con la Trinidad.

La sexta afirmación es otra afirmación impositiva, muy bonita. Jesús dice lo que ocurre enseguida: “Este es el pan que ha bajado del cielo, no como el pan que comieron vuestros antepasados,  ellos murieron”(Jn 6,58).

Séptima afirmación, la última, la más vibrante, termina haciendo una distinción del pan material y el pan de la vida eterna: “Ellos murieron al comer el mana, pero, “el que coma de este pan vivirá para siempre”(Jn 6,51).

Como ya hemos dicho, las siete afirmaciones repiten una sola idea. Jesús es el verdadero pan, el pan que da la vida, la vida eterna, vivimos de Él. Cada vez que comulgamos nosotros estamos invitados a asimilar el pan; Cristo. Usted no puede decir que desayunó simplemente colocando el pan sobre la mesa, mirándolo un par de minutos y pensando que ya desayunó. No Usted tiene que coger el pancito y tiene que comerlo. Pues bien, esa analogía explica la comunión. A Jesús hay que comerlo. ¿Qué quiere decir eso? No basta únicamente con mirarlo y mirarla. Hay que encarnarlo. Y lo que nosotros encarnamos, asimilamos, lo hacemos una sola cosa con nosotros. No podemos comulgar en la Eucaristía y regresar a la casa egoístas. No puede ser. Cuando comulgamos hacemos alianza con Cristo, nos hacemos uno con Él: ‘Él en mí y yo en Él’. Con razón dice San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

En definitiva, Jesús quiere subrayarnos que el hombre: nosotros, ustedes y yo, estamos llamados a alimentarnos del Verbo hecho carne, alimentarnos de Él como Palabra en la que hay que creer, como ejemplo que hay que seguir, como víctima propiciatoria a la que hay que adherirse. Adherirse místicamente, profundamente en un acto sacramental. En términos más sencillos y más pobres, Jesús es la vida del hombre. El hombre está hecho para vivir en, con, por, e inclusive de Jesús. Vivir de Él mediante la fe que escucha su Palabra. Que le recibe como un Hijo de Dios, que cree que Él es el Hijo de Dios encarnado, el Hijo de Dios que ha dado su vida por mí. Comulgar es encarnar el sentido de la muerte y resurrección de Cristo, el acto salvífico por excelencia. Es traer a mí todo el poder y la fuerza de la cruz y hacerme uno con el crucificado mediante la comunión misteriosa con su sacrificio, su muerte, su cuerpo y su sangre benditos, entregados por nosotros en la cruz. Nosotros estamos destinados a vivir de Jesús. A encontrar en Cristo la plenitud de nosotros mismos y a realizar su destino en la comunión y en la identificación con Él. Comulgamos con sus opciones, con sus actitudes, con sus comportamientos, con todo el evangelio. Y comulgamos con la mayor de todas sus opciones, la de dar la vida por los demás.


Dios es amor (IJn 4,8) y en el domingo anterior se nos ha dicho: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para todo el que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3,16).  Jesús mismo nos ha dicho: “Si alguien me ama, guardará mis palabras y mi padre lo amara y vendremos y haremos morada en el èl” (Jn 14,23). Por eso, pienso que fue la mejor definición que dio de sí el Hijo al decirnos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51). Al menos en su relación con nosotros es Jesús quien se dona en la Eucaristía. Convertirse en pan sin necesidad de panaderos porque de ello hace el Espíritu santo y darse a comer como pan y carne. Todo ello, ¿qué significa sino que Jesús no vive para sí sino que vive para que todos tengamos vida eterna. Pero pensar que Dios se hace pan y se hace carne para que podamos comerlo, realmente es todo un exceso de amor y de entrega. El pan no sirve para nada si no es para que lo comamos. El pan no es para sí mismo ni para guardarlo. El pan es siempre para los otros. La carne no es para sí misma, es para que otros puedan alimentarse.

Los judíos que escuchaban a Jesús se escandalizaron y disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? (Jn 6,52). Dios siempre ha sido escandaloso para los hombres porque es tan creativo que hace cosas que ni se nos ocurre pensarlas. Esa es la Eucaristía. Algo tan sencillo como es comulgar y algo tan misterioso que es comernos a Dios entero. Algo tan misterioso que Dios en su loco amor por nosotros se hace vida en nuestra vida. Por eso, no cabe duda que, la Eucaristía es uno de los mayores milagros del amor de Dios. Por tanto, debiera ser también una de las experiencias más maravillosas de los hombres. Sin embargo, uno siente cierta sensación de insatisfacción. ¿No la habremos devaluado demasiado? Y no porque no comulguemos, sino porque es posible que no le demos el verdadero sentido a la Comunión que es comunión con el mismo Hijo que nació de las entrañas de María la virgen y con el mismo Jesús crucificado y resucitado. Es comunión con el pan glorificado.

Dios buscó el camino fácil y lo más sencillo posible para nuestro encuentro. Y a nosotros pareciera que lo fácil no nos va, como que preferimos lo complicado y difícil. Una de las maneras de deformar la Eucaristía es no vivir lo que en realidad significa. En la segunda lectura, Pablo nos dice: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.” Somos muchos y somos diferentes. Somos muchos y pensamos distinto. Sin embargo, todos juntos formamos un solo cuerpo, una sola comunidad, una sola Iglesia, una sola familia. ¿Por qué? Sencillamente porque “todos comemos del mismo pan”. Por tanto, comulgar significa unidad, sentirnos un mismo cuerpo, una misma familia. De modo que no podemos comulgar “del mismo pan” y salir luego de la Iglesia tan divididos como entramos.

No olvidemos que la Eucaristía es mucho más que un acto piadoso individualista, es el Sacramento de la Iglesia. Es el Sacramento del amor de Dios que nos ama a todos. Es el Sacramento de la unidad, donde por encima de nuestras diferencias, todos nos sentimos miembros de un mismo cuerpo que es Jesús, que es la Iglesia. Por eso San Pablo nos habla desde su experiencia. Las primeras divisiones en la Iglesia nacieron de la celebración de la Eucaristía. Todos participaban en la misma celebración, pero mientras unos comían bien, los otros pasaban hambre. Pablo les dice enérgicamente: “Esto no es celebrar la Cena del Señor”. No se puede comulgar a Cristo si a la vez no comulgo con mi hermano. No se puede recibir el pan de la unidad, si vivimos divididos. Por eso decimos que “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia”. “Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan.” El fruto de nuestras Eucaristías tendría que ser “la espiritualidad de unidad y de la comunión fraterna”.

Por lo que significa esta unión con Dios en la sagrada comunión, hay requisitos que cumplir, por eso cualquiera no comulga sino el que está en gracia de Dios. Así es como lo describe San Pablo: “Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza  que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía". Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva. Por eso, el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (I Cor 11,23-29).  También hay citas que diversas que resalta la importancia de la Eucaristía: Éxodo 24, 8; Jeremías 31, 31;  Matero 26, 28;  Marcos 14, 24;  Lucas 22, 20; 2 Corintios 3, 6;  Hebreos 8, 8;  Hebreos 10, 29.

viernes, 6 de junio de 2014

Pentecostés

PENTECOSTES, FIESTA DEL ESPÍRITU SANTO

¿Quién es ese Dios en quién creemos? En el credo de nuestra Fe católica profesamos y decimos: Creo en el Padre, creo en el Hijo y creo en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, es la tercera Divina Persona de la Santísima Trinidad. No son tres dioses, sino un único Dios que se revela de tres modos distintos: En el Padre como creador, en el Hijo como Redentor, el Espíritu Santo el que santifica (Concilio de Nicea 325, Constantinopla 381).

Jesús declaró antes de su ascensión reiteró a sus apóstoles este misterio: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, (Mc 16, 14-18; Jn 20, 19-23; Hch 1, 8) bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20).

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia de la salvación hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación del Hijo en las entrañas de la Virgen María, (Lc 1,26-38) cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Hijo nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal. Como el Hijo es la sabiduría del Padre, así el Espíritu es el entendimiento del Hijo y del Padre; por el Don del Espíritu entendemos el misterio del Hijo y por el Hijo entendemos el misterio de Dios Padre.

Cristo prometió que este Espíritu de Verdad va a venir y morar entre de nosotros. "Yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes saben que él permanece con ustedes, y estará en ustedes" (Jn 14, 15-17). El Espíritu Santo vino el día de Pentecostés (Hch 2,2-12) y nunca se ausentará. Cincuenta días después de la Pascua, el Domingo de Pentecostés, los Apóstoles fueron transformados de hombres débiles y tímidos en valientes proclamadores de la fe; los necesitaba Cristo para difundir su Evangelio por el mundo. “En adelante, el Paráclito, el intérprete que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14,26). De modo que, el Espíritu Santo está presente de modo especial en la Iglesia. Ayuda a su iglesia a que continúe la obra de Cristo en el mundo. Su presencia da gracia (fuerza) a los fieles para unirse más a Dios y entre sí en amor sincero, cumpliendo sus deberes con Dios y los demás.

El Espíritu Santo guía al Papa, a los obispos y a los presbíteros de la Iglesia en su tarea de enseñar la doctrina cristiana, dirigir almas y dar al pueblo la gracia de Dios por medio de los Sacramentos. Orienta toda la obra de Cristo en la Iglesia: solicitud por los enfermos, enseñar a los niños, preparación de la juventud, consolar a los afligidos, socorrer a los necesitados.
a) En el AT. En la cultura hebrea el Espíritu se conoce como la Ruah (aliento) y en el NT. En la lengua griega se conoce como Pneuma es el de aire, respiración, aliento; y puesto que todo esto es signo de vida, los dos términos significan vida, alma, espíritu. Así pues, Espíritu es una realidad dinámica, innovadora, creadora; es símbolo de juventud, de viveza, de renovación.

En el Antiguo Testamento, la ruah  va siempre unida a un genitivo de especificación: “El Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” (Gn1,2). “Dios creo al hombre a su imagen. A imagen de Dios los creó. Macho y hembra los creó (Gn 1,27). “Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en sus narices un aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida” (Gn 2,7). Como es entenderse, generalmente va referido al hombre, a la naturaleza, a Dios; estos significados están presentes indiferentemente en las diversas épocas históricas. Cuando ruah se relaciona con la naturaleza, el significado más ordinario es el del soplo del viento; cuando se refiere al hombre, designa el aspecto vital, esencial del hombre: la ruah va ligada al hombre como alma, espíritu, bien a nivel psicológico (sentimientos, emociones) o bien a un nivel más profundo (centro de su espiritualidad). Ruah significa el carácter vivaz y dinámico del ánimo humano (llamado también nefesh, en su individualidad); ruah sería además la intimidad del hombre, algo así como su corazón. El Espíritu, tanto cuando se refiere a  la naturaleza como cuando se dice del hombre, remite siempre, sin embargo, a una realidad divina y misteriosa: por eso, la ruah es siempre ruah Yahveh, soplo de Dios. Espíritu es la característica del mundo divino:

Lo físico es carne y sujeto a la caducidad, mientras que el Espíritu divino es vida, fuerza, superación del tiempo y del límite (I Cor 15,47-49). Aunque en pocos casos el Espíritu de Yahveh, Dios recibe en el Antiguo Testamento el apelativo de Santo (el Espíritu Santo). El primer diálogo entre Dios y el mundo tiene lugar en la creación (Gn 1,2; 2,7); en efecto, él da forma al mundo, dispone ordenadamente las fuerzas naturales, es creador de los seres animados; al contrario, la muerte significa el retorno del Espíritu a Dios (Stg 2,26). Pero el Espíritu es protagonista de la historia de la salvación como guía y revelador (Is 11,1-3). Los autores esquematizan diversos modos de la manifestación histórico-salvífica del Espíritu, donde podría trazarse una línea divisoria coincidente con el destierro en Babilonia. Antes de aquel suceso se pueden conjugar sucesivamente o de una manera interdependiente una fase carismática, profética y real, y en el período posterior al destierro una fase mesiánico-escatológica, que en ciertos aspectos recoge también las fases anteriores. Hay textos muy importantes, como (Is 11,2), que marcan cierto progreso en la evolución de la pneumatología del Antiguo Testamento; los poemas del Siervo de Yahveh atribuyen al Espíritu, que era considerado siempre como propio del Señor, al Mesías en términos personales, individuales: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor, un día de venganza para nuestro Dios; a consolar a todos los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza” (Is 61,1-3). Es decir, todo el Espíritu reposa sobre su Mesías. El Espíritu le da al Mesías la función profética (proclamar el derecho) y la real-carismática (traer la justicia y la liberación), Pero como el mesianismo del Antiguo Testamento no está ligado solamente a la figura individual del Mesías, sino que todo el pueblo constituye una comunidad mesiánica, entonces el Espíritu de Dios se derramará sobre toda carne (Jl 3,1-2).

En el Nuevo Testamento, mismo Dios por el ángel Gabriel dice a la virgen María: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti se llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35). Cuando Jesús se bautizó en el Jordán: “El espíritu santo bajó sobre y se manifestó en forma de paloma, una voz del cielo llego y dijo: Tu eres mi hijo amado yo te he engendrado hoy” (Lc 3,22). Jesús al inicio de su vida pública como hijo de Dios dice: “No crean que he venido a abolir la Ley o los Profetas. No he venido, a deshacer, sino a dar pleno cumplimiento” (Mt 5,17). “El espíritu de Señor esta sobre mí, me ha ungido para anunciar el Evangelio a los pobres” (Lc 4,18). Jesús respecto a su audiencia dice: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida” (Jn 6,63). Ahora, a ese espíritu que actúa por la Palabra se vendrá y cumplirá su turno: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,15-17). Pero siempre que cumplamos sus mandamientos (Jn 13,34). Jesús cumpliendo con el encargo del Padre (Jn 6,38) y al final de su vida Jesús exclama: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu y dicho eso murió” (Lc 24,46). Jesús resucitado y sin reserva concede a sus discípulos el don del Espíritu: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". (Mt28, 16-20; Mc 16, 14-18; Hch 1, 8) Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,21-22). Ahora, “en adelante, el Espíritu Paráclito, el intérprete que el Padre enviará en mi nombre les enseñará todas las cosas y les recordará lo que yo les he dicho” (Jn 14,23).

Como es entendible, en los umbrales del Nuevo Testamento nos encontramos con una fecunda identificación entre el Espíritu y la Sabiduría. Cuando pasamos a considerar al Espíritu Santo en la revelación neotestamentaria, hay que tener presentes algunas premisas metodológicas que guían continuamente su lectura. En el Nuevo Testamento se habla del Espíritu Santo siempre en relación con Jesús, el cual nos revela al Padre y nos revela y da el Espíritu en abundancia. Por eso, el acontecimiento cristológico es un acontecimiento pneumatológico, pero como el acontecimiento cristológico es escatológico (Mc 1,14- 15), dado que el Espíritu Santo está siempre ligado a Jesús, también el Espíritu es una realidad de los últimos tiempos, y el acontecimiento pneumatológico es, por tanto, siempre una realidad escatológica: han llegado los últimos tiempos, porque el Espíritu Santo ha sido derramado sobre Jesús. Por eso Jesús es el hombre del Espíritu, el carismático por excelencia; ahora da sin medida el Espíritu que recibió sobre toda medida y que sigue descansando establemente sobre él. La suya es por completo una existencia pneumática; y aunque la Pascua representa el acontecimiento central de la efusión del Espíritu, hasta el punto de que antes de Pascua parece más bien que es Jesús el que recibe el Espíritu, habrá que reconocer que, si de hecho el acontecimiento cristológico es ya acontecimiento escatológico desde el primer momento, la acción del Espíritu sobre Jesús y el don que Jesús nos hace de él no son acontecimientos que puedan dividirse temporalmente.

El eón de Cristo se inaugura con la irrupción del Espíritu; el kairós de Cristo es también kairós del Espíritu y de la Iglesia (aun teniendo presentes los diversos acentos redaccionales-literarios de los autores neotestamentarios). La relación Espíritu-Cristo podría comprender entonces, según algunas opciones metodológicas de nuestros días, la lectura de dos momentos distintos: Jesús recibe el Espíritu - Jesús da el Espíritu. Considerando en primer lugar la relación Espíritu-Jesús, es preciso señalar algunos rasgos particulares que definen su existencia como existencia en el Espíritu:

- El bautismo de Jesús, vinculado con la bajada del Espíritu Santo, representa una investidura, una capacitación: Jesús es ungido, es decir, impregnado y poseído por el Espíritu Santo (Hch 10,38); el Espíritu reposa establemente sobre él, permanece en él lo mismo que la Gloria de Dios descansaba sobre la tienda de la reunión (Jn 3,34-36).
- El Espíritu está luego con Jesús en la lucha contra el mal, para que él pueda liberar a los hombres del poder de Satanás, espíritu del mal. El Espíritu es el protagonista de la obra evangelizadora de Jesús (Lc 4,141 5). El Espíritu es el motor de la oración de Jesús, la condición de posibilidad de su relación filial con el Padre.

Pasando luego a considerar la relación Cristo-Espíritu, aunque es evidente que ya el Jesús terreno está lleno de Espíritu, toda la atención se dirige hacia la hora de Cristo como manifestación del Espíritu y su entrega sin medida (Jn 3,34-36). La promesa de los ríos de agua viva que brotan de su seno (Jn 7 37-39) se refiere entonces a su glorificación, donde la Pascua es también la hora del Espíritu; en efecto, la muerte de Cristo que es entrega de su Espíritu (Jn 19,30) se relaciona con la transfixión de su costado (Jn 19,34ss), donde la «sangre y el agua" recuerdan precisamente al Espíritu Santo. El don pascual del Espíritu (por limitarnos a la perspectiva de san Juan) se comunica también como don de la vida nueva a los discípulos para que perdonen los pecados, en la formación de la fe pascual. Cuando se habla luego de la relación Espíritu-Iglesia, las perspectivas se amplían más aún y tenemos, además de la visión de Juan, la visión lucana de los Hechos de los apóstoles, donde el Espíritu Santo es el artífice de la Iglesia y el gran director de la misión evangelizadora. La perspectiva paulina es la de presentar al Espíritu Santo como Espíritu de Cristo en el que el genitivo no es tanto calificativo como posesivo instrumental, es decir, el Espíritu de Dios que está en Cristo y que actúa mediante Cristo. La cristicidad del Pneuma no lo convierte sin embargo en una función de Cristo, ya que el Espíritu es siempre Espíritu de Cristo (Gál 4,69), pero también Espíritu de Dios (Rom 8,14). El misterio pascual revela que el Espíritu de Dios es principio constitutivo de Cristo y, puesto que lo pone en el mismo plano de Dios, el Espíritu Santo tiene que ser considerado como un ser distinto personal. ¡Estamos entonces muy cerca de la figura del misterio trinitario!

b) La reflexión de la fe creyente llega gradualmente a una doctrina sobre el Espíritu Santo, dentro del contexto de la dimensión soteriológico-cristológica que prevalece en los primeros siglos. Una vez resuelta la crisis arriana y una vez definida la divinidad de Cristo (homoousios), había que responder a las herejías que surgían respecto al Espíritu Santo (macedonianos, pneumatómacos) (por el año 360), viéndolo en sentido subordinacionista, como una criatura del Logos o bien como un ser intermedio entre Dios y el mundo. El análisis estructural de la definición del concilio de Constantinopla aclara los atributos del Espíritu Santo: es el Señor (el mismo apelativo que se concede también a Yahveh y a Jesús), da la vida de los hijos de Dios (zoopoiós), es decir, santifica, diviniza, es co-adorado y co-glorificado, procede del Padre, aunque no se precisa la relación Hijo-Espíritu (DS 150). Evidentemente, el argumento principal para afirmar la divinidad del Espíritu Santo fue el soteriológico, lo mismo que ocurrió en el concilio de Nicea por obra de Atanasio: si somos rescatados y divinizados por el Espíritu, es porque el Espíritu Santo es Dios. La innuencia de los padres capadocios en Oriente se hizo sentir en el concilio de Constantinopla y en la especulación griega posterior que estará siempre marcada por el equilibrio entre la reflexión sobre la Trinidad en sí misma y su manifestación histórico-salvífica.

- Por eso, el Espíritu Santo es considerado en la pneumatología griega como principio personal de divinización de la criatura, que en la fuerza del Espíritu vuelve al Padre. En esta visión el Espíritu Santo se identifica con la fe misma, con la inteligencia de la Escritura, orientando el comportamiento ético de los hombres hacia la comunión con Dios. El Espíritu Santo no constituye para los Padres griegos una teología docta, sino el horizonte mismo de inteligibilidad del misterio cristiano como misterio de salvación. La pneumatología latina se resiente del planteamiento general que se da a la explicación de la Trinidad, que, como es bien sabido, tiende a salvaguardar ante todo la unidad de Dios. El modelo representativo latino ha sido comparado con un círculo: el Padre engendra al Hijo, el Espíritu Santo es el amor mutuo del Padre y del Hijo, con lo que en el Espíritu se cierra la Vida trinitaria. Al ser el Espíritu Santo el don mutuo del Padre y del Hijo dentro de la Trinidad, se precisó ante todo en qué sentido se habla de la procesión del Espíritu y en qué sentido la relación de spiratio passiva constituye la persona del Espíritu Santo. Se pasó luego a considerar al Espíritu Santo en su manifestación ad extra, subrayando su función de actualización y realización de la obra de Cristo en la gracia y en los sacramentos, pero con el riesgo de no identificar la originalidad de la misión del Espíritu Santo más que en lo que se refiere al tema de la inhabitación de la Trinidad en el hombre, apropiada al Espíritu Santo. De hecho, tan sólo el tratado sistemático De gratia, además -como es lógico- del De Trinitate, ha desarrollado la dimensión pneumatológica.

c) El rol del Espíritu Santo desde Pentecostés la Iglesia: ¿Quién es el Espíritu Santo?
"Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! sino por influjo del Espíritu Santo" (1Co 12,3) Muchas veces hemos escuchado hablar de Él; muchas veces quizá también lo hemos mencionado y lo hemos invocado. Piensa cuántas veces has sentido su acción sobre ti: cuando sin saber cómo, soportas y superas una situación, una relación personal difícil y sales adelante, te reconcilias, toleras, aceptas, perdonas, amas y hasta haces algo por el otro…. Esa fuerza interior que no sabes de dónde sale, es nada menos que la acción del Espíritu Santo que, desde tu bautismo, habita dentro de ti.

El Espíritu Santo ha actuado durante toda la historia del hombre. En la Biblia se menciona desde el principio, aunque de manera velada. Y es Jesús quien lo presenta oficialmente: "SI ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Defensor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad…. En adelante el Espíritu Santo Defensor, que el Padre les enviará en mi nombre, les va a enseñar todas las cosas y les va a recordar todas mis palabras. … En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Defensor no vendrá a ustedes. Pero si me voy se lo mandaré. Cuando él venga, rebatirá las mentiras del mundo…. Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando Él venga, el Espíritu de la Verdad, los introducirá en la verdad total". Estos son fragmentos del Evangelio de San Juan, capítulos 14, 15 y 16. Si quieres saber más sobre las últimas promesas y más profundas revelaciones de Jesús, lee con atención y mucha fe, esta parte del evangelio.

Desde que éramos niños, en el catecismo aprendimos que "el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad". Es esta la más profunda de las verdades de fe: habiendo un solo Dios, existen en Él tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Verdad que Jesús nos ha revelado en su Evangelio. El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Jesús nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal.

 Formas de llamar al Espíritu Santo

EL PARÁCLITO: Palabra del griego "parakletos", que literalmente significa "aquel que es invocado", es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna. EL ESPÍRITU DE LA VERDAD: Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel "discurso de despedida" con sus apóstoles en la Última Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado. El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo, son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer momento de dicha actuación. Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones. Cada vez que rezamos el Credo, llamamos al Espíritu Santo:

SEÑOR Y DADOR DE VIDA: El término hebreo utilizado por el Antiguo Testamento para designar al Espíritu es "ruah", este término se utiliza también para hablar de "soplo", "aliento", "respiración". El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad del hombre. Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; que la realiza por medio de su Palabra, su Hijo; y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo.

La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo - espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra. (Cf. Sal 103/104; Is 63, 17; Gal 6,15; Ez 37, 1-14). Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos:

"Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes" (Rom 8,11). La Iglesia también reconoce al Espíritu Santo como:

SANTIFICADOR: El Espíritu Santo es fuerza que santifica porque Él mismo es "espíritu de santidad"(Is. 63, 10-11). En el Bautismo se nos da el Espíritu Santo como "don" o regalo, con su presencia santificadora. Desde ese momento el corazón del bautizado se convierte en Templo del Espíritu Santo, y si Dios Santo habita en el hombre, éste queda consagrado y santificado. El hecho de que el Espíritu Santo habite en el hombre, alma y cuerpo, da una dignidad superior a la persona humana que adquiere una relación particular con Dios, y da nuevo valor a las relaciones interpersonales. (1Cor 6,19) .

La simbología del Espíritu Santo 

El Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.
La Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.
El Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.
La Nube y la Luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para "cubrirla con su sombra". En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la Ascensión; aparece una sombra y una nube.
El Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.
La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el "don del Espíritu".
La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él.

El Espíritu Santo y la Iglesia: Hay diferentes dones pero un único espíritu (I Cor 12,4)

"Uds fueron rescatado del pecado por la sangre preciosismo del Cordero, sin mancha y sin defecto, sean santo" (I Pe 1,15-18). "Dios quiso para si una Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga, defecto, sino santa en inmaculada" (Ef 5,27). El espíritu tiene la función de santificar a la Iglesia y lo hace de modo particular por los sacramentos; así por ejemplo gracias al Espíritu santo, la Santa Misa no es un mero recuerdo de la última cena sino la misma celebración de Cristo Jesús con sus apóstoles (Mt 26,26; Lc 22,19-20). La Iglesia nacida con la Resurrección de Cristo, se manifiesta al mundo por el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Por eso aquel hecho de que "se pusieron a hablar en idiomas distintos" , (Hch 2,4) para que todo el mundo conozca y entienda la Verdad anunciada por Cristo en su Evangelio. La Iglesia no es una sociedad como cualquiera; no nace porque los apóstoles hayan sido afines; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que "estaban juntos en el mismo lugar" (Hch 2,1), es que "todos quedaron llenos del Espíritu Santo" (Hch 2,4). Una semana antes, Jesús se había "ido al Cielo", y todos los que creemos en Él esperamos su segunda y definitiva venida, mientras tanto, es el Espíritu Santo quien da vida a la Iglesia, quien la guía y la conduce hacia la verdad completa. Todo lo que la Iglesia anuncia, testimonia y celebra es siempre gracias al Espíritu Santo. Son dos mil años de trabajo apostólico, con tropiezos y logros; aciertos y errores, toda una historia de lucha por hacer presente el Reino de Dios entre los hombres, que no terminará hasta el fin del mundo, pues Jesús antes de partir nos lo prometió: "…yo estaré con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo" (Mt. 28,20).

El Espíritu Santo y la vida cristiana

A partir del Bautismo, el Espíritu divino habita en el cristiano como en su templo (Rom 8,9.11; 1Cor 3,16; Rom 8,9). Gracias a la fuerza del Espíritu que habita en nosotros, el Padre y el Hijo vienen también a habitar en cada uno de nosotros. El don del Espíritu Santo es el que: nos eleva y asimila a Dios en nuestro ser y en nuestro obrar; nos permite conocerlo y amarlo; hace que nos abramos a las divinas personas (Padre, Hijo) y que se queden en nosotros. La vida del cristiano es una existencia espiritual, una vida animada y guiada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. Gracias al Espíritu Santo y guiado por Él, el cristiano tiene la fuerza necesaria para luchar contra todo lo que se opone a la voluntad de Dios. (Gal 5,13-18; Rom 8,5-17). Para que el cristiano pueda luchar, el Espíritu Santo le regala sus siete dones, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu, estos dones son:

 -Sabiduría: nos comunica el gusto por las cosas de Dios.
- Ciencia: nos enseña a darle a las cosas terrenas su verdadero valor.
- Entendimiento: nos da un conocimiento más profundo de las verdades de la fe.
- Fortaleza: nos da fuerza y confianza en tiempo de prueba y adversidad.
- Consejo: nos ayuda a resolver con criterios cristianos los conflictos de la vida.
- Piedad: nos enseña a relacionarnos con Dios como nuestro Padre y con nuestros hermanos.

- Temor de Dios: nos impulsa a apartarnos de cualquier cosa que pueda ofender a Dios.