¿Es posible
vivir el voto de Castidad en una cultura pan-sexual?
¿QUÈ ES LA CASTIDAD?
El voto de la
castidad toca aspectos esenciales de nuestra humanidad: la sexualidad, la
corporeidad; la necesidad de expresar y recibir afecto. Es particularmente difícil
tratar lo relacionado con este voto porque, en la práctica, muchas veces,
tenemos que luchar solos o temiendo ser juzgados o incomprendidos.
Como los
demás votos, el voto de la castidad también es un medio para lograr la
libertad. Nos libera para poder cumplir mejor nuestra vocación de contemplativas
o de misión. Es particularmente importante no asumir este voto como un mal
necesario. Hay que abrazarlo en forma positiva; si no, a través del tiempo, que
pueda ser largo y de no poco sufrimiento, se corre el riesgo de envenenar toda
nuestra vida.
La castidad
es posible solamente porque está ordenado al amor, a la misma vida de Dios,
quien es amor (IJn 4,8). ¡Es una manera particular de amar! (Jn 13,34-35) ¿Cómo
podemos hablar del amor de Dios si nosotros no vivimos este misterio? Lo que
está en juego es la misma credibilidad de nuestras vidas.
Las bases de
nuestra castidad no pueden ser temidas ni debemos huir de ellas (Gn 3,9-10). No
podemos temer a nuestra sexualidad, a nuestra corporeidad o a las personas del
sexo opuesto porque hemos sido creados con igual dignidad tanto el varón y la
mujer (Gn 1,27). El temor nunca ha sido un buen fundamento para la vida
religiosa. Dios se atrevió a hacerse hombre de carne y sangre aunque lo llevó a
la crucifixión. Este voto exige que vayamos a donde Dios ha ido antes que
nosotros.
Para el santo
de Asis, el fundamento básico de nuestra relación con Dios es la amistad
(gracia). La buena nueva que anunciamos es que participamos del infinito
misterio de la amistad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En efecto, lo
que dice Santo Tomás es que los consejos evangélicos son los consejos
propuestos por Cristo en la amistad. Y, el voto de la castidad es una de las
formas para vivir esa amistad con Dios. Es un reflejo del amor ínter trinitaria
que es totalmente generoso y nada posesivo y que se da entre iguales.
A.-
Enfoque Bíblico: El voto de la castidad
El año
pasado, un buen día, una señor me dijo: Padre Uds cómo viven su castidad ya que
es imposible vivir sin atender a la pasión del cuerpo. Y En una charla de
novios, un joven me dice: Uds los curas están equivocados en no casarse, porque
Dios bendijo al hombre y a la mujer, diciéndoles: «Sean fecundos, multiplíquense
y llenen la tierra». Respondí que en efecto: “Sean fecundo y multiplicaos” (Gn
1,28). Pero también es cierto y que tiene mayor trascendencia que, con la cita
de la virginidad de María que se entregó al poder de Dios y concibió al Hijo
sin tener relaciones íntimas con san José: El Ángel entró en su casa y la
saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo»…
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús… María dijo al
Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?». El
Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado
Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez,
y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no
hay nada imposible para Dios». María dijo entonces: «Aquí está la esclava del
Señor hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,26-38). Lo que significa que para
Dios todo es posible, asi por ejemplo que uno sea puro y santo (Mt 5,8).
San Pablo
dice: ¿No saben que sus cuerpos son templo del espíritu Santo, que habita en
ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen,
sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en
sus cuerpos” (ICor 6,19). Pero si por alguna razón hay confusión, entonces: “Yo
los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán
arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el
espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso,
ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren” (Gal 5,16).
En nuestra
coyuntura del mundo moderno, en que se predica la libertad sexual y el erotismo
asfixiante, parece ser un disparate hablar de la castidad religiosa o
sacerdotal. La televisión, el cine, la literatura y la propaganda callejera
proclaman todo lo contrario. A pesar de todo, los invito a leer con mucha
atención esta misiva acerca del celibato religioso. No lo invento yo, simplemente
veo y doy una lectura en la sagrada escritura como quien hace una teología la
Bíblica.
El hombre ha
sido creado en cuerpo y espíritu con vistas al matrimonio: Dios creó al ser
humano como hombre y mujer, «y vio Dios que era bueno». (Gén. 1, 27, 31). Pero
luego hay un mandato de Dios que hay que cumplir: «Puedes comer de todos los
árboles que hay en el jardín, exceptuando únicamente el árbol del conocimiento
del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas morirás»
(Gn 2,16). Está muy claro que si hacemos uso deliberado o sin responsabilidad
del conocimiento estamos sujetos a la muerte. Respecto a la sexualidad con
responsabilidad; hoy, hay hombres y mujeres cristianos que con pleno
conocimiento y libertad, y con gran alegría, renuncian de por vida al
matrimonio. Lo hacen «por amor al Reino de los Cielos» (Mt. 19,12). Este estado
de vida lo indicamos con los términos: «castidad consagrada», o «celibato
religioso», o «virginidad cristiana». Y el que renuncia a ese gran valor humano
del matrimonio, lo hace para seguir el ejemplo y el consejo evangélico de
Jesús. A quienes profesan de por vida este estado, se les da el nombre de
«religiosos», «religiosas», (o monjitas) y sacerdotes.
¿Qué nos
enseña la Biblia?
El Pueblo de
Dios del Antiguo Testamento apreciaba mucho el matrimonio y cada familia
israelita deseaba tener muchos hijos como bendición de Dios (Gén. 22, 17). Y la
virginidad, o el no tener hijos, equivalía a la esterilidad, la cual era una
humillación y una gran vergüenza (Gén. 30, 23; 1 Sam. 1,11; Lc. 1, 25). Generalmente,
en el Antiguo Testamento no hay aprecio por la virginidad como estado de vida.
Recién en el Nuevo Testamento encontramos el estado de virginidad por motivos
religiosos: Jesús mismo, que permaneció sin casarse, fue quien reveló el
sentido y el carácter sobrenatural de la virginidad
«Hay hombres
que se quedan sin casar por causa del Reino de los Cielos. El que puede aceptar
esto, que lo acepte» (Mt. 19,12). La expresión «por causa del Reino de los
Cielos» confiere a la virginidad su carácter religioso y es así un signo de la
Nueva Creación que irrumpe ya en este mundo, es decir, es un signo anticipado
del mundo que vendrá.
El Apóstol
Pablo hace entender que en su tiempo ya había algunos creyentes que vivieron
como vírgenes por un tiempo para dedicarse a la oración. (1Cor. 7, 5) También
dice el Apóstol que el cuerpo no está sólo destinado para la unión sexual, sino
también para dar testimonio de Dios: «El cuerpo es para el Señor, y el Señor
para el cuerpo. Y así como Dios resucitó al Señor, nos resucitará también a
nosotros por su poder... ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de
Cristo?» (1 Cor. 6,13-15). Y en otra parte Pablo habla de la virginidad como un
estado mejor que el matrimonio, porque este estado de vida expresa más
claramente la entrega total al Señor: «El hombre casado está dividido, y tiene
que agradar a su mujer; pero los que permanecen vírgenes no tienen el corazón
dividido, sino que están consagrados a Dios tanto en cuerpo como en espíritu:
ellos viven sirviendo al Señor con toda dedicación». (1 Cor. 7, 32-35). Esto no
es un mandato del Señor, dice Pablo (1 Cor. 7, 25), sino un llamado personal de
Dios, un carisma o un don del Espíritu Santo (1 Cor. 7,7) y, como dice Jesús,
esto no todos lo pueden entender.
La virginidad
es un signo del mundo que vendrá.
Los que
permanecen vírgenes en este mundo están despegando de este mundo (1 Cor. 7, 27)
y esperan al Esposo y al Reino que ya vienen, según la parábola de las diez
vírgenes (Mt. 25, 10). Su vida, su virginidad, es un «signo permanente» del
mundo que vendrá, es signo visible del estado de resurrección, de la nueva
creación, del mundo futuro donde no habrá matrimonio, y donde seremos
semejantes a los ángeles y a los hijos de Dios (Lc. 20, 35-36).
El ejemplo de
Jesús, María y de Pablo
1. Jesús
mismo no se casó, no tuvo hijos, no hizo una fortuna.
El, que nada
poseía, trajo al mundo tesoros que no destruyen ni el moho ni la polilla. El,
que no tuvo mujer, ni hijos, era hermano de todos y entregó su vida por todos.
Además, Jesús invitó a sus discípulos a seguirlo hasta lo último. Al joven
rico, no le pidió solamente que cumpliera los mandamientos de la ley; le pidió
un despojo total para seguirlo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que
tienes y dalo a los pobres, y entonces tendrás riquezas en el cielo; luego ven
y sígueme» (Mt. 19, 21). «Todos los que han dejado sus casas, o sus hermanos o
hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o bienes terrenos, por causa
mía, recibirán la vida eterna» (Mt. 19, 29). «Si alguien quiere salvar su vida,
la perderá; pero él que la pierda por mí, la salvará» (Lc. 9, 24; Lc. 14, 33).
2. María, la
Madre de Jesús, es la única mujer del Nuevo Testamento a quien se aplica, casi
como un título de honor, el nombre de «virgen» (Lc. 1, 27; Mt. 1, 23).
Por su deseo
de guardar su virginidad (Lc. 1, 34), María asumía la suerte de las mujeres sin
hijos, pero lo que en otro tiempo era humillación iba a convertirse para ella
en una bendición (Lc. 1, 48). Desde antes de su concepción virginal, María
tenía la intención de reservarse para Dios. En María apareció en plenitud la
virginidad cristiana.
3. El Apóstol
Pablo, un hombre apasionado por predicar el mensaje de la salvación, no quiso,
como los predicadores de su tiempo, ir acompañado de una esposa (1 Cor. 9,
4-12).
Además Pablo
invitó a otros a seguir este estado de vida y dice: «Yo personalmente quisiera
que todos fueran como yo» (1 Cor. 7, 7). El Apóstol vio que su vida como célibe
le daba mayor disponibilidad de tiempo y una mayor libertad para la
predicación. Vio que el celibato le daba más tiempo para el servicio de Dios y
de sus hermanos. (1 Cor. 7, 35). Seguramente los apóstoles y muchos discípulos
siguieron esta forma de vida; recordamos las palabras de Pedro: «Señor,
nosotros hemos dejado todo lo que teníamos y te hemos seguido» (Mt. 19, 27).
¿Cuál es el
motivo fundamental para optar por una vida sin casarse?
Después de
todo, podemos decir que el celibato religioso brota de una experiencia muy
especial de Dios. El no casarse en sentido evangélico es fruto de una profunda
fe y de una experiencia de que Dios entra en la vida del hombre o de la mujer.
Es el Dios vivo, que deja huellas en una persona. Es el Dios, Padre de
Jesucristo, que ha seducido a algunas personas de tal manera, que ellos dejan
todo atrás y van como enamorados detrás de Jesús. El hombre célibe religioso es
una persona «seducida por Dios»: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir»
(Jer. 20, 7). Desde el momento que llega Dios a la vida del religioso todo
cambia. El hombre religioso deja todo atrás, aun el amor humano, porque
simplemente ha llegado el Amor. Dios vuelve a ser el «único amor», es como si
de improviso aparece el sol y se apagan las estrellas... Dice la Escritura: «Tú
eres mi bien, la parte de mi herencia, mi copa. Me ha tocado en suerte la mejor
parte, que Dios mismo me escogió» (Salmo 16, 5-6).
La religiosa
y el religioso hacen aparecer a Dios como «amor». Con su oración y su silencio
quieren llegar a la fuente de todo amor que Dios ha manifestado en su Hijo
Jesucristo. Quieren permanecer en celibato a fin de estar más disponibles para servir
a sus hermanos y para entregarse totalmente al amor de Cristo. No hay nada más
bello, nada más profundo, nada más perfecto que Cristo. He aquí el último
núcleo de una vida célibe por el Reino de los Cielos.
La castidad
consagrada no es una vida sin amor
El religioso
es sobre todo un hombre de Dios, un hombre para Dios, un hombre que ve en todas
las cosas la presencia amorosa de Dios. Es un «especialista de Dios». El
religioso, con su voto de castidad, no opta por un camino de egoísmo, ni
tampoco desprecia la sexualidad o el matrimonio. No hace un voto de «desamor»,
sino un voto de radicalismo en el amor: en su experiencia de amor descubre por
intuición una dimensión más abierta y reclama un amor absoluto en toda su vida.
El voto de
castidad, ciertamente, es una renuncia a la expresión genital de la sexualidad,
característica de la vida matrimonial; pero el voto de castidad no implica
ninguna renuncia al amor. Es un voto que expresa una superabundancia de amor
radical que trasciende la carne y la sangre. Para el religioso no es posible
amar a Dios, sin amar a los hombres sus hermanos.
El religioso
no renuncia a la personalidad masculina o femenina
Aunque las
posibilidades sexuales no se ejercitan, sin embargo una religiosa enfermera o
una religiosa maestra desempeña un trabajo «como mujer» con sus cualidades de
ternura y bondad; y un religioso misionero actúa «como hombre» con su vigor,
con su amor por la verdad y con sus cualidades de corazón.
Es un hecho
significativo que Jesús fuera varón íntegramente y que como varón nos predicó
la Buena Nueva. Fue muy significativo que María, como mujer, supiera acoger al
Salvador y como madre presentara su Hijo al mundo entero. Dios mismo eligió a
María como mujer y como Madre para ser puente entre el cielo y la tierra. Los
religiosos no viven su virginidad sin su personalidad masculina o femenina.
Ellos tratan,
con su consagración a Dios y con libertad de espíritu, de ser fecundos de una
manera que a menudo no es posible para los demás. Muchas veces vemos cómo el
niño huérfano, el drogadicto perdido, el enfermo aislado, la anciana abandonada
encuentran en la religiosa a una verdadera madre. Muchas veces el joven
angustiado, el hombre fracasado, un pueblo desorientado, encuentran en un
religioso a un verdadero padre.
Una tradición
cristiana desde el Nuevo Testamento
Desde el
comienzo de la Iglesia apareció este carisma del celibato consagrado en la
historia humana. Estos carismas del celibato religioso han sido expresiones de
la libertad del Espíritu Santo que durante 2.000 años ha enriquecido la
historia de la Iglesia. Por inspiración del Espíritu de Dios, los religiosos se
sienten empujados a ser testigos del amor divino, y sólo el amor de Dios puede
amar más libremente a todos los hombres, y especialmente a los más humildes.
El celibato
religioso nunca ha manifestado un desprecio por el matrimonio. El celibato no
es un valor mayor al del matrimonio, es simplemente una manera radical de vivir
el amor cristiano; de otra forma la castidad consagrada pierde su significado.
Nos extraña
muchísimo que el reformador Lutero y los protestantes del siglo XVI rechazaran
el camino de la vida religiosa como un camino prácticamente imposible y dieran
preferencia al matrimonio. Esta opción de los protestantes va claramente contra
una corriente religiosa que brotó desde los tiempos de Jesucristo hasta ahora.
Por eso varios grupos protestantes vuelven últimamente a esta antigua tradición
cristiana y auténticamente evangélica, y comenzaron en este siglo con grupos
religiosos que viven el celibato como nosotros «por el Reino de los Cielos».
(Pensemos en los monjes reformados de Taizé en Francia, los hermanos y hermanas
franciscanos, anglicanos y protestantes en Alemania e Inglaterra).
Queridos
hermanos, siempre hubo y habrá en la Iglesia de Cristo hombres y mujeres
llamados por Dios para que, con su vida de castidad consagrada, sean testigos
del amor de Dios. La vida religiosa es simplemente un carisma o una
manifestación del Espíritu Santo que Dios regala a su Iglesia y al mundo. Sin
estos hombres religiosos, sin estos «especialistas de Dios», el mundo sería más
pobre. Pero esto no todos lo pueden entender. Por algo dijo Jesús: «El que pueda
entender que entienda» (Mt. 19, 12).
Espero que
estos Temas leídos una y otra vez les fortalezcan en la verdadera Fe y les den
argumentos para saber dar razón de su esperanza.
Cuestionario
¿Qué nos
enseña la Biblia al respecto? ¿Cuál fue el ejemplo de Jesús? ¿Qué significa
también la virginidad? ¿Cuál fue el camino seguido por Pablo y por María, la
Madre de Jesús? ¿Cuál es el motivo fundamental para hacer esta opción? La
castidad consagrada, ¿significa dejar de amar? ¿Cuál ha sido la tradición cristiana
al respecto?
B.- La Castidad franciscana:
UN CORAZÓN
LIBRE PARA AMAR Y VIVIR EN CASTIDAD
Al tratar de
captar qué es lo que san Francisco de Asís entiende por «vivir en castidad»,
hemos de comenzar por colocarnos en el clima general de la pureza de corazón y
sencillez de mente, que él tanto recomienda en el servicio de Dios. También
aquí sale al paso el ideal central de la pobreza. Pureza de corazón es una
forma más de desprendimiento, un liberarse, elevándose, de cuanto pueda impedir
aquí abajo el vuelo del espíritu:
«Bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son limpios de
corazón -comenta san Francisco- los que desprecian las cosas terrenas y buscan
las celestiales, y tratan constantemente de adorar y contemplar al Señor Dios
vivo con limpieza de corazón y de alma» (Adm 16). «Pureza de corazón ve a
Dios», decía lapidariamente fray Gil.[2] Es puro el corazón que ha logrado
sobreponerse a las exigencias del yo -ambición, placer, afectividad egoísta- y
por eso se siente libre para Dios, libre para el amor universal. Así quería ver
a los suyos el santo fundador: «Sirviendo, amando, honrando y adorando a Dios
con corazón limpio y mente pura, que es lo que él desea de nosotros más que
ninguna otra cosa» (1 R 22,26).
La virginidad
evangélica, en realidad, tiene como fundamento justificante esa liberación: es
continencia por el Reino de los cielos (Mt 19,12). Quien la abraza, obedeciendo
a un carisma particular, se ve libre de cuidados, para ocuparse del servicio
del Señor y de cómo agradarle...; santo en cuerpo y en espíritu..., puede
unirse más íntimamente a Dios, sin impedimento, con un corazón indiviso (cf. 1
Cor 7,32-35).
San Francisco
no enumera la castidad en su Saludo a las virtudes. Hablando con propiedad
bíblica, más que de una virtud se trata de una disposición preliminar para la
donación a Dios en amor total. Entendida así, como ofrenda a Dios y a los
hermanos de un corazón entero y suelto, la castidad-virginidad no consiste
solamente en la renuncia al matrimonio como estado ni en la mera abstención de
los goces sexuales. Es virginidad del espíritu aún más que del cuerpo. Y la
fuente que la alimenta es el amor sin reservas. La meta es siempre la misma:
«Amar a Dios y adorarle con corazón limpio y mente pura» (1 R 22,26).
Volvemos al
sentido que san Francisco da al término carne. Es carnal todo lo que procede
del egoísmo, de la comodidad personal, del afán de hacer la voluntad propia,
como también todo lo que es sensualidad y «amor privado», orgullo y vanagloria,
codicia y preocupación de las cosas terrenas. Sólo quien se purifica de todo
eso puede llegar a «poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar a
Él siempre con corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y
en la enfermedad» (2 R 10,9). En consecuencia, Francisco exhorta al
aborrecimiento del cuerpo con sus vicios y pecados, «porque el diablo quiere
que vivamos carnalmente para arrebatarnos el amor de nuestro Señor Jesucristo y
la vida eterna» (1 R 22,5).
La ascética
franciscana de la castidad se halla centrada en la caridad. Es ella la que
inspira la inmolación y la que, una vez aceptada ésta, hace superar con éxito
las situaciones. «La santa caridad -escribe Francisco- confunde todas las
tentaciones del demonio y de la carne, y todos los temores humanos» (SalVir
13). Hacia la atmósfera del amor limpio, confiado, sin egocentrismos, empujaba
el santo, «sagaz conocedor de tentaciones» (1 Cel 117), a todo hermano al que
veía tentado (2 Cel 118, 124; LP 55; EP 106). Él mismo no estuvo libre de los
reclamos de la sensualidad, por más que a todos era manifiesta su pureza de
mente y de corazón, como si el espíritu «hubiera arrastrado a la sed de la
posesión de Dios su carne santísima» (2 Cel 129). Y esa lucha, que nunca fue
parte a ensombrecer su ánimo, le servía para pisar firme en la realidad de su
propia limitación y en la seguridad del auxilio divino.
¿Qué pensar
de los remedios a que recurría cuando el acoso de la tentación se hacía más
fuerte? No es fácil deslindar en el primer biógrafo lo que hay de dato
histórico en este particular de lo que es puro tópico hagiográfico. Zambullirse
en la nieve, revolcarse en las zarzas, disciplinarse sangrientamente al sentir
el ardor de la concupiscencia..., son cosas que no podían faltar en la vida de
un santo. Pero se acomoda al estilo del Poverello, amigo de improvisar
escenificaciones plásticas, el episodio de las figuras de nieve con su buena
dosis de humor.[3]
Un eco de las
enseñanzas de Francisco sobre la mejor táctica para ahuyentar las sugestiones
impuras podemos verlo en las populares máximas de fray Gil, quien entendía por
castidad «el cuidado de guardar todos los sentidos al servicio de la gracia de
Dios».[4]
«Estaban una
vez reunidos fray Gil, fray Simón de Asís, fray Rufino y fray Junípero.
Hablaban de Dios y de la salvación del alma, y dijo fray Gil a los demás:
-- ¿Cómo
hacéis vosotros con las tentaciones de impureza?
-- Yo
-respondió fray Simón- considero la vileza y torpeza del pecado, y así concibo
una gran abominación y me veo libre.
-- Yo me echo
tendido por tierra -dijo fray Rufino- y estoy en oración para implorar la
clemencia del Señor y de la Madre de Jesucristo, hasta que me siento del todo
libre.
-- Cuando yo
-contestó a su vez fray Junípero- oigo venir el ruido de la sugestión
diabólica, acudo inmediatamente a cerrar la puerta de mi corazón, y pongo
dentro, para seguridad de la fortaleza, mucha tropa de santos pensamientos y
deseos; y cuando llega la sugestión carnal y llama a la puerta, respondo yo de
dentro: "¡Afuera, que la casa está ya tomada y no cabe en ella más
gente!"; y así nunca dejo entrar el pensamiento impuro dentro de mi
corazón, y viéndose vencido y derrotado, huye no sólo de mí, sino de toda la
comarca.
-- Contigo
estoy, fray Junípero -dijo entonces fray Gil-; el enemigo carnal no se puede
combatir de mejor manera que huyendo; porque tiene dentro al traidor apetito, y
acomete además de fuera por los sentidos corporales, con tanta fuerza que sin
huir no se puede vencer. El que de otra manera quiera combatir se fatigará en
la batalla y pocas veces conseguirá victoria. Huye del vicio y serás vencedor.
En alabanza
de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. “Amén”.
Pero no desconoce
Francisco que existen peligros concretos para la vida de castidad,
especialmente en una fraternidad móvil, presente en el contexto normal de la
comunidad humana; y trata de proteger a los hermanos aun contra todo lo que
puede infundir sospechas que perjudiquen su testimonio ante los hombres. El
capítulo 12 de la Regla no bulada se titula: Cómo se deben evitar las malas
miradas y el trato con mujeres. Los hermanos han de guardarse de mirarlas con
intención menos pura, conversar con ellas, «ir solos de camino con una mujer o
comer con ella del mismo plato». Los sacerdotes han de limitarse a darles
penitencia y aconsejarlas espiritualmente, pero sin recibirlas en obediencia. Y
añade: «Seamos muy vigilantes con nosotros mismos y mantengamos puros todos nuestros
miembros». La fornicación y la desviación de la fe católica son los dos pecados
que, según la misma Regla, llevan consigo la privación del hábito y la
expulsión de la fraternidad (1 R 13,l-2; 19,2).
El capítulo
11 de la Regla bulada, muy breve, se limita a prohibir el trato sospechoso con
mujeres y la entrada en monasterios de monjas sin autorización de la Sede
apostólica. Además, conforme a las prescripciones canónicas de la época, a los
hermanos no les está permitido ser padrinos, para evitar el escándalo.
Pero
Francisco está muy lejos de tomar ante la mujer la actitud esquiva, corriente
en la ascética de su tiempo, que la presentaba a los jóvenes religiosos como
«dulce mal», «dulce veneno», «disfraz de Satanás»...[6] Algunas de las máximas
que Celano pone en su boca y algunas de las actitudes que le atribuye acusan
claramente tópicos de esa pedagogía misógina, alimentada ya en la Orden al
tiempo en que el biógrafo escribía la Vita II (cf. 2 Cel 112 y 113).
Francisco
estaba imbuido de aquel respeto galante y caballeresco de que la sociedad de
entonces rodeaba a la mujer. Y es la fidelidad a su Rey, Cristo, lo que le hace
mostrarse cortés y delicado con cualquiera de ellas, porque toda mujer, mirada
con ojos espirituales, es pertenencia del divino Esposo; detenerse a poner en
ella la complacencia es, para el seguidor de Cristo, una apropiación indebida,
una felonía. En cierta ocasión, dos mujeres muy espirituales, madre e hija, le
atendieron dándole de comer; él les correspondió con amables consejos, pero no
las miró al rostro. Cuando se hubieron alejado, el compañero no pudo contener
su extrañeza, y el santo le contestó: «¿Quién no temerá mirar a la esposa de
Cristo?» (2 Cel 114). Y solía repetir a sus hermanos la parábola de los dos
mensajeros que cierto rey envió a la reina: el primero se limita a cumplir su
encargo sin osar poner los ojos en la esposa del rey; el segundo, al volver, se
hace lenguas de la belleza que ha visto en ella. El rey lo aleja de su
servicio, diciéndole indignado: «Siervo desleal, ¿cómo te has atrevido a posar
tus ojos impúdicos sobre mi esposa?» (2 Cel 113).
Por lo demás,
el mismo continente habitual del santo, su rostro mortificado, su mirada
dirigida al cielo mientras hablaba, eran la mejor defensa contra cualquier
superficialidad por parte de las interlocutoras. Y llegó a confesar
confidencialmente a su compañero: «Puedo asegurarte que no acertaría a
reconocer por la cara sino a dos mujeres. El rostro de tal y de tal me es
conocido, pero de ninguna otra» (2 Cel 112).
CASTIDAD Y
AMISTAD
Se supone que
las dos mujeres que conocía Francisco de vista eran Jacoba de Settesoli y la
hermana Clara. Y ¡con qué viril afectuosidad supo corresponder Francisco al
amor de esas dos hijas espirituales!
Fray Jacoba,
como usaba llamarla el santo por su estilo de gran señora y por la naturalidad
con que alternaba con los hermanos, tenía veintidós años cuando hospedó a
Francisco por primera vez en Roma en 1212. Entre ambos se creó una amistad muy
estrecha; era considerada como unida espiritualmente a la fraternidad, como un
hermano más. Con ella no rezaba la prohibición de admitir mujeres en el recinto
de la Porciúncula, reservado a habitación de los hermanos (LP 8).
De la amistad
con santa Clara hay datos abundantes y muy significativos, si bien no todos
resisten al rigor de la crítica. Contaba Clara diecisiete años cuando
Francisco, doce mayor, cautivó su espíritu con el ardor de su predicación y la
inflamó en el amor a Cristo crucificado. Bona de Guelfuccio recordaría, en el
proceso de canonización, aquellas citas furtivas, muy arriesgadas, dadas las
costumbres de la época, cuando Clara, acompañada de su amiga, salía
secretamente de casa e iba a encontrarse con Francisco, quien la esperaba en
lugar bien disimulado, acompañado, a su vez, de fray Felipe, uno de los
primeros seguidores, de quien dice Celano que «el Señor le purificó los labios
con el fuego de la castidad» (cf. 1 Cel 25). En coloquios llenos de unción
espiritual, a media voz, Francisco estimulaba a Clara «a volverse a Jesucristo»
sin reserva.[8] Así, en encuentros amparados en la pureza de las intenciones,
quedó sellada aquella unión de dos espíritus hechos el uno para el otro.
El amor de
Clara a Francisco se mantendría en el plano de una adhesión filial, rendida y
ardorosa, siempre espiritual, sin dejar de ser auténticamente humana. Una vez
canonizado el Padre amadísimo (1228), se abandonaría a ese amor con una
intensidad mayor, hecha devoción. Nada más revelador que el sueño singular que
un día refirió con sencillez a las hermanas y que éstas hicieron constar en
todo su ingenuo realismo en el proceso de canonización (Proc 3,29; 4,16; 6,13;
7,10).
Y el amor de
Francisco, sin dejar de ser amor de Padre, tendría mucho del entusiasmo
legítimo por el frescor y la tenacidad con que vio prender en el corazón de la
que gustaba llamarse su «plantita», el ideal del seguimiento de Cristo por la
vía de la pobreza y de la sencillez. La trataba como a colaboradora en la misma
aventura evangélica.
Aunque no sea
más que por su valor simbólico, indicador del recuerdo dejado en la familia
franciscana por el noble afecto de los dos santos fundadores, no está de más
hacer mención del relato de las Florecillas sobre el banquete espiritual tenido
en la Porciúncula (Flor 15).
En un
principio Francisco iba con frecuencia a conversar con las damas pobres. Pero
más tarde la espontaneidad primera hubo de ceder a una mayor sobriedad en las
visitas y en la forma del trato, debido, en parte, al tenor cada vez más
monástico que fue adoptando el conventito de San Damián, bajo la autoridad de
Hugolino, en parte también porque los hermanos de la Porciúncula no siempre
supieron comportarse con la debida discreción. El fundador tenía que dar
ejemplo. Y explicaba a sus compañeros:
«No vayáis a
creer por esto que no las ame de corazón. Si fuera una falta quererlas en
Cristo, ¿no hubiera sido mayor el haberlas unido a Cristo?» (2 Cel 205).
De tarde en
tarde, le vencía el deseo de ir a San Damián; llamaba a un compañero y le
decía: «¡Vamos a ver a hermana Clara!».
Más duro
todavía resultaba a Clara y a sus hijas carecer de la vista y de las palabras
del Padre. Pero también ellas hubieron de recibir su lección ascética de un
simbolismo crudo. Reunidas todas ante el locutorio, Francisco se puso en
oración con los ojos alzados al cielo. Luego mandó traer ceniza; hizo con ella
un círculo en derredor y la echó también sobre su cabeza. Estuvo así buen rato
en silencio. Por fin se levantó y, por toda plática, entonó el Miserere.[10] No
hay que exagerar, con todo, ese alejamiento calculado. Por otros episodios y
por las declaraciones del proceso de canonización de santa Clara, sabemos que
la presencia de los hermanos en San Damián era casi continua y en un ambiente
de espontaneidad.
Francisco veía
el misterio del desposorio espiritual con Cristo en toda alma fiel. Es una
unión que alcanza toda la fecundidad salvífica de nuestra comunicación de vida
con el Redentor glorioso.
Quien se
consagra a Cristo en virginidad contribuye eficazmente a la fecundidad maternal
de la Iglesia. Un anhelo general de vida más pura fue el efecto inmediato que
se siguió a la irradiación de la vida apostólica de la fraternidad (1 Cel 37).
Jacobo de Vitry, testigo inmediato, afirma que los hermanos menores «purificaban
el ambiente del hedor de los vicios y encendían a muchos en el deseo de la
castidad».[11] Francisco sabía elevar a ese clima de limpieza integral también
a los unidos en matrimonio, devolviendo al amor humano su dignidad, sin
menoscabo de los bienes de la unión conyugal (cf. LP 69).
Se comprende
que los focos de más intensa irradiación fueran los reclusorios de las damas
pobres. La virginidad no era allí solamente una disposición para la entrega sin
reserva al Esposo divino, sino además una invitación muda a la elevación de la
vida cristiana. A todas servía de ejemplo santa Clara, «virgen en la carne y
purísima en el corazón» (1 Cel 18), que «a manera de flor blanca y primaveral
-en expresión de san Buenaventura- esparcía por todas partes el olor suavísimo
de su pureza» (LM 4,6). Celano, describiendo el clima de santidad que se
respiraba en San Damián cuando él redactaba su primera biografía, dice:
«La azucena
de la virginidad difunde en todas las hermanas tan regalados efluvios que,
olvidadas de los cuidados terrenos, sólo desean ocuparse de las cosas del cielo
y en tal grado se enciende en sus corazones el amor al Esposo eterno, que la
totalidad de ese santo afecto les hace olvidar todos los atractivos de la vida
que han dejado» (1 Cel 19).
Clara concebía
la donación a Cristo como un compromiso dinámico y exigente. El Esposo es el
Crucificado pobre, que nos ha amado a costa de sí mismo y busca en sus amantes
colaboración incondicional.[12]
Mujer
plenamente realizada, dotada de una afectividad y sensibilidad exquisitamente
femeninas, Clara amaba sobre todo a las hermanas que compartían su mismo empeño
evangélico; ellas, en el proceso de canonización de la santa, han dejado
testimonios preciosos sobre aquella su manera de querer, con ternura, pero sin
maternalismos envolventes. Amaba a su madre Ortolana y la recibió gustosamente
a su lado en el monasterio; amaba a su hermana Inés, cuya carta, escrita desde
Monticelli (Florencia) luego de llegar a este monasterio, constituye uno de los
documentos más extraordinarios de la intensidad de un afecto.[13] Y amaba, si
bien a distancia y sin conocerla, a su hija espiritual Inés de Praga, como
aparece elocuentemente en las cartas escritas a ella, especialmente en la
última de despedida:
«A la que es
la mitad de mi alma, santuario de un amor singularmente entrañable..., madre
mía carísima e hija la más querida de todas... No creas en manera alguna que se
haya hecho menos ardoroso y dulce en las entrañas de tu madre el fuego del amor
hacia ti... Ten un recuerdo para esta tu madre pobrecilla, pues ya sabes cómo
yo llevo tu recuerdo impreso inseparablemente en lo profundo de mi corazón,
siendo como eres la más querida de todas...» (4CtaCl vv. 1, 5 y 33-34).
CASTIDAD Y
AMOR FRATERNO
«La castidad
abrazada por el reino de los cielos... libera el corazón del hombre de una
manera singular para que se inflame en más amor a Dios y a todos los hombres...
Todos deben tener presente... que la castidad se guarda con más seguridad
cuando en la vida de comunidad reina un auténtico amor entre hermanos», enseña
el Concilio Vaticano II (PC 12).
Por un lado
el corazón virginal, reservado entero y libre para Dios, puede prodigarse sin
límite alguno a los hermanos; pero, a su vez, halla en la comunión de vida y de
ideales con los hermanos, aceptados como don del Señor, el clima más idóneo
para el crecimiento de la afectividad y el apoyo en los momentos normales de
lucha y de superación. Pero con una condición: la de saber liberar el potencial
afectivo de todo aprisionamiento egoísta y de toda tendencia posesiva.
El corazón
casto, evangélicamente pobre, protege constantemente su libertad frente a las
apropiaciones afectivas. Francisco y Clara se sirven de una expresión muy apropiada
para prevenir, sobre todo a los hermanos y a las hermanas que han de ser guía y
agentes de unidad en la fraternidad, contra la tendencia a acaparar el afecto
de alguno produciendo malestar en la misma: amores privati. La expresión,
tomada de san Agustín, se halla en el retrato del ministro general que Celano
atribuye a Francisco: Privatis amoribus careat ne, dum in parte plus diligit,
in toto scandalum generet, «Debe ser hombre sin amistades particulares, no sea
que, inclinándose más a favor de unos, dé mal ejemplo a todos... Debe ser
hombre en quien no haya lugar para la sórdida acepción de personas, que tenga
igual cuidado de los menores y de los simples que de los sabios y mayores»
(2Cel 185; cf. LP 80). Por su parte, santa Clara, al hablar de la abadesa, usa
el mismo lenguaje: «No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a
una parte de las hermanas, cause escándalo en todas» (RCl 4,11).
El primer
biógrafo nos ha dejado una descripción llena de vida de la fraternidad inicial,
poniendo de relieve la espontaneidad de las relaciones afectivas entre los
hermanos, sin complejos ni formas artificiosas, y explica el secreto con una
observación muy atinada:
«Habiendo
despreciado todo lo terreno y hallándose inmunes de toda forma de amor egoísta -amore
privato-, cada uno volcaba en los demás toda la intensidad del afecto y se
esforzaba por ayudarles en la necesidad con entrega total de sí mismo» (1 Cel
39).
C.-
Diversos enfoques de la Castidad:
La castidad
es uno de los votos que profesan los religiosos y los consagrados dentro de la
Iglesia, además de los votos de pobreza y obediencia. Con estos votos, los
religiosos y consagrados (sacerdotes, hermanos, monjas, laicos consagrados)
expresan públicamente que quieren ser totalmente de Dios y que están dispuestos
– por el Reino de los Cielos – a renunciar a las tres dimensiones fundamentales
de la existencia humana como son el deseo de perpetuarse en una familia, actuar
autónoma e independientemente, y poseer bienes propios. Sin embargo, estos
votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo
nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente
dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea
conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo
que no sea el Reino de Dios. Ahora bien, la castidad no es sólo un voto, es
decir, una promesa solemne.
La castidad
es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la virtud
que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la afectividad.
Y esto nos toca a todos. Un religioso vivirá esta virtud en un modo concreto y
según unas exigencias diversas del soltero o de las personas unidas en
matrimonio. Pero todos estamos llamados a ejercitarnos en la virtud de la
castidad. Existe una castidad del religioso, una castidad del soltero y una
castidad del casado. Los consejos que se ofrecen a continuación valen en mayor
o menor medida para todos. Toca a cada cual hacer la adaptación para la propia
vida.Los consejos generales para vivir la castidad son cinco: orden,
conciencia, aprecio, fomento y cuidado. Expresaré los consejos del modo más esquemático
posible.
Primer consejo: el orden
Para vivir la castidad – tanto en el
celibato como en el matrimonio – es necesario el orden en la propia vida. Ahora
bien, hay diversos tipos de orden:
1. Orden
“teológico”: primero Dios, después las creaturas. El mandamiento de amar a Dios
sobre todas las cosas está dirigido a todos los hombres y no sólo a los
religiosos. El amor a Dios ha de ser la principal preocupación de la vida. Esto
significa no anteponer nada al amor de Dios: la Voluntad de Dios está antes que
mi propia voluntad; el Plan de Dios sobre mi vida antes que mis planes
personales; primero las cosas de Dios que mis cosas. Primero Dios y después los
amigos; primero el domingo y después los demás días de la semana. Vivir
constantemente en su presencia, buscando pequeños pero significativos actos de
amor a Dios. En el fondo, la vida de todo hombre es una búsqueda de Dios.
2. Orden
“vertical”: primero el cielo y después la tierra. Por lo tanto, hemos de
aspirar al cielo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.
Por culpa del marxismo, del consumismo y de otras ideologías terrenas, nos
hemos olvidado de pensar en el cielo como una realidad cierta que nos espera.
Estamos demasiado preocupados por nuestro éxito temporal, demasiado copados por
compromisos mundanos, demasiado comprometidos con quehaceres meramente
circunstanciales, queremos a toda costa disfrutar de esta tierra… y nos
olvidamos de que esta vida es sólo un preludio de la vida verdadera. La vida es
un punto en medio de la eternidad. Esto no significa despreciar las cosas
buenas que ofrece la vida, sino “ordenar” todo al cielo, que es nuestro único
destino. Hemos sido creados para el cielo. La castidad sólo se entiende a la
luz de la eternidad. Hay una expresión latina que reza: “quid hoc ad
aeternitatem”, ¿qué es todo esto a la luz de la eternidad? ¿Qué son los
placeres indignos y momentáneos a la luz de la eternidad? En conclusión: “Sólo
Dios es Dios. Lo demás es ‘lo de menos’”.
3. Orden
“temporal”: es necesario tener un orden en el uso de nuestro tiempo. Tener
muchas cosas interesantes que hacer: oración, trabajo, comidas, merecido
descanso, intereses personales… La ociosidad es la madre de todos los vicios, y
nuestra sociedad actual es especialista en ofrecer toda clase de salidas
frívolas y raquíticas a la ociosidad. En concreto: si es necesario entrar en
Internet, que sea sólo para lo que hay que hacer y no andar “navegando” a ver
“qué veo”, perdiendo miserablemente el tiempo y poniendo en riesgo la castidad.
Por lo demás, esta vida es para construir algo que nos podamos llevar al más
allá, al cielo. Empeñemos pues nuestra vida, no en vanidades y caprichos
efímeros, cuanto menos en pecado y desenfreno, sino en grandes proyectos al
servicio de los demás.
4. Orden
“interior”: la persona humana es un “espíritu encarnado”, es una especie muy
extraña en la creación. No es un ángel, pero tampoco una bestia. Es un ser
“multidimensional”: tiene razón y voluntad, libertad, sentimientos, potencias y
pasiones, etc. En esta diversidad humana hay una jerarquía, un orden en las
dimensiones. En primer lugar, como dimensión rectora, está la razón iluminada e
instruida por la fe. La razón debe regir a todas las demás pasiones y
potencias. La virtud de la castidad es una disposición de la voluntad que nos
lleva a actuar según los dictámenes de la razón en cuanto al uso ordenado de
las potencias sexuales y afectivas. La castidad no significa en primer lugar
represión, sino “promoción ordenada” y “moderación razonable” y es la razón,
abierta a la Voluntad de Dios, la que indica cuándo se tiene que promover y
cuándo se tiene que moderar.
5. Orden
“afectivo”: si el primer mandamiento dice amar a Dios, éste se debe unir al
“amar al prójimo como a sí mismo”. Ahora bien, también hay un orden en el “amor
al prójimo”. Hay un orden en cuanto a las personas y un orden en cuanto a las
manifestaciones del amor. En primer lugar debo amar a aquellos que están más
próximos a mí: mi familia, mi mujer y mis hijos (si estoy casado), mis padres,
mis amigos, etc. En segundo lugar, mi afecto se debe regir por este orden: las
manifestaciones del amor entre esposos son específicas y difieren en cuanto al
modo en las manifestaciones de amor entre hermanos y entre amigos. Este orden
se debe establecer también en relación con el estado de vida que se ha
escogido: si soy sacerdote, mi trato con las personas estará marcado por la
consagración que he hecho de mi vida y de mi cuerpo al único amor de Cristo, lo
mismo ocurre con una religiosa. Quien está casado tiene que comportarse con las
personas de otro sexo, no como quien está buscando pareja, o como quien quiere
“romper corazones”, sino como quien está comprometido a un amor exclusivo que
ha de durar toda la vida. El joven debe comportarse con su novia de un modo
diverso que el marido con su mujer, precisamente porque es novio y no esposo.
Segundo consejo: Conciencia
Tenemos que
saber qué es bueno y qué es malo, “llamar al pan pan y al vino vino”, y estar
convencidos de que seguir la conciencia rectamente formada es lo mejor para
nosotros. La conciencia es un faro que ilumina la vida. Puede ser que no
siempre tenga la fuerza para seguirla, pero el faro estará siempre allí
avisándome de lo que debo hacer, y exigiéndome fidelidad. En el cultivo de la
virtud de la castidad esto es esencial.
A causa de
las modas imperantes y del desenfreno moral, que se eleva a ideal de vida,
sentimos en nuestro corazón la dificultad de vivir la castidad. Esta dificultad
real puede llevarnos a considerar que no vale la pena luchar, que es mejor
vivir “feliz” según los criterios del mundo que seguir a un Dios desconocido
que nos “impone” reprimir nuestros impulsos espontáneos. Es decir, la pasión
nos puede llevar a justificar los actos desordenados. Es aquí donde la
conciencia tiene que ser faro y decir lo que es bueno y lo que no es bueno.
Mientras no se corrompa la conciencia, siempre es posible corregir y superarse.
Aquí tenemos
que ser muy honestos: ¿conozco la ley moral? ¿Conozco qué es lo que Dios me
pide en cuanto soltero? ¿Quiero seguir mi conciencia o prefiero amordazarla,
engañándome a mí mismo con sofismas? Es preciso recordar aquí el adagio: “el
que no vive como piensa, termina pensando como vive”; es decir, si traicionamos
la voz de la conciencia – que no es otra que la voz de Dios que habla desde el
interior – acabaremos por justificar lo injustificable, haciendo pasar hasta
“un camello por el ojo de una aguja” (cf. Mt. 19,24).
Para formar
la conciencia hay que acudir a los maestros que realmente nos puedan instruir
en la verdad. Los medios de comunicación – grandes formadores (o deformadores)
de la opinión pública – no son, la mayoría de los casos, buenos consejeros.
Ellos son muchas veces los principales promotores de la cultura imperante.
Acudamos más bien a personas instruidas y sensatas que puedan ayudarnos,
corregirnos, decirnos las cosas claras, sin “dorar la píldora”. Acudamos sobre
todo a la Palabra de Dios. Repitamos muchas veces el salmo 119: “Lámpara es tu
palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.
Tercer consejo: Aprecio
1. Aprecio
por la virtud en general. Vivimos en una sociedad de mínimos: ¿Qué es lo mínimo
que tengo que hacer para divertirme sin pecar? ¿Qué es lo mínimo que tengo que
hacer para hacer lo que me pega la gana sin traicionar la conciencia? No. El cristianismo
no puede vivir de mínimos. Muchas veces en la sociedad civil nos podemos regir
por la moral de lo mínimo: ¿cuánto es lo mínimo que tengo que pagar con los
impuestos? Nunca iré a hacer la declaración de hacienda, diciendo: “oiga, le
doy más de lo que me pide porque veo que es necesario para tapar los agujeros
de la carretera”. Más bien actúo así: si tengo que trabajar seis horas al día,
trabajo seis horas y basta. Esto es lo mínimo que tengo que hacer.
Esto puede
valer para la sociedad civil. Pero no vale para quien se declara discípulo de
Jesucristo. Veamos su ejemplo: Cristo no hizo lo mínimo para salvarnos, hubiera
sido un redentor bastante raquítico. No. Por el contrario, Él entregó toda su
sangre por cada uno de nosotros. En el evangelio de san Juan está escrito:
“Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1), y ese extremo
fue la pasión, la cruz, la muerte y la resurrección. El modelo del cristiano –
y su vía de auténtica felicidad – es Cristo y no el “fresco” dandy que se la
pasa disfrutando haciendo slalom con las normas, sacándoles la vuelta.
2. Aprecio
por la virtud de la castidad. La castidad es una virtud austera, que exige
renuncia y en cuanto tal, es difícil de practicar. A muchos parece imposible de
vivir e incluso nociva. Pero tenemos que fijarnos en la dimensión positiva de
la castidad: es decir, la entrega del corazón a Jesucristo y el orden en el
ejercicio de la sexualidad. En cuanto cristiano – soltero, casado y, cuanto más
religioso o sacerdote – mi corazón pertenece a Cristo. En cuanto hombre cabal,
debo someter mi pasión sexual al imperio de la razón, pues es más hombre quien
controla sus pasiones que el que se deja dominar por ellas.
Apreciar la
virtud de la castidad es verla como un ideal por el cual vale la pena luchar:
sea que tenga intención de casarme, el ideal de poder llegar al matrimonio con
un corazón limpio, que ha sabido ser fiel al amor de su vida y que sabrá en el
matrimonio subordinar el sexo al amor espiritual. Sea que opte por la castidad
“por el Reino de los Cielos” (Mt. 19,12). Sea incluso en el caso de que uno no
logre casarse y se vea obligado a vivir en castidad en razón de las
circunstancias. En este caso es necesario “hacer de la necesidad virtud”; es
decir, el no poder casarse no es el peor mal de la vida, que habría de conducir
al célibe fatalmente a la pérdida del sentido de la vida, al fracaso y a la
frustración existencial. Esto no es así. Si Cristo y María, su Madre castísima,
vivieron el ideal de la virginidad, sería un absurdo creer que la castidad es
una desgracia en la vida. Tantos santos, tantos hombres de bien han optado
libremente o a causa de las circunstancias a vivir la castidad, y su vida ha
sido un camino de realización plena.
3. Aprecio
por la belleza del amor humano: quienes viven la castidad por el Reino de los
Cielos, no lo hacen por deporte o porque tengan una visión negativa del amor
humano. El religioso o la consagrada no han dejado algo malo (el matrimonio y
lo que ello conlleva) por algo bueno (la castidad en sí misma, considerada como
fin y no como medio). No. Vivir la castidad consagrada es renunciar a algo
bueno y santo, por algo mejor: el amor y la donación total a Jesucristo. El uso
de la sexualidad dentro del matrimonio no es un pecado, sino que ha sido creado
por Dios para que dos personas puedan manifestarse el amor en la donación
íntima del propio cuerpo, y abiertos a la llegada de los hijos. La virtud de la
castidad lleva a los esposos a hacer del acto conyugal un auténtico acto de
caridad sobrenatural. Si una persona viviera la castidad como rechazo y
desprecio de la dimensión sexual del amor, no sería una persona virtuosa, sino
todo lo contrario.
Cuarto consejo: Fomento
Si realmente
tengo aprecio sincero por algo, busco incrementarlo. Si tengo un negocio que me
está dando ganancias, invierto para que me dé todavía más ganancias. No lo
abandono, no me despreocupo de él. Es la ley del éxito de una empresa. Pasa
exactamente lo mismo con la castidad. He dicho que la castidad es una virtud no
sólo para los religiosos o monjas (que se comprometen bajo voto público), sino
para todo cristiano – para todo ser humano digno – sea célibe o casado.
Fomentar la castidad es promover todo lo que sea la consideración de la belleza
del amor. ¿Qué significa esto?
1. Llenar el
corazón de nobles ideales. Desear ser como Cristo que – como dice san Pedro –
pasó haciendo el bien (cf. Hch. 10,38). ¿Qué más puedo hacer? Esta ha de ser
nuestra pregunta cotidiana.
2. Lecturas
que nos ayuden a vivir la virtud. No se trata de leer libros sobre la castidad,
sino leer mucho sobre la vida cristiana. Sobre todo la lectura de la vida de
santos es un estímulo. Leyendo las vidas de santos sentimos cómo nuestro
corazón se llena de deseos de imitación, pues ellos son hombres como nosotros y
tuvieron que luchar como nosotros para alcanzar las virtudes.
3. Vida de
Sacramentos:
a. La
confesión como un encuentro íntimo con la misericordia de Dios. Si supiéramos
qué misterio subyace al sacramento de la penitencia, seríamos asiduos clientes
del sacerdote. Confesarnos cuando hemos caído es importante, pues en la
confesión recibimos la gracia perdida y volvemos a ser hijos amados de Dios.
¡Cuánto gozo habrá sentido el joven rico cuando su Padre lo estrechó entre sus
brazos! (cf. Lc. 15). Si no hemos pecado gravemente y sólo tenemos pecados
veniales, la confesión nos da un incremento de gracia y la fuerza para ser fiel
a nuestros ideales cristianos. Además, la confesión es un gimnasio de humildad:
sin Dios no podemos ser fieles, no podemos ser castos, ni en el matrimonio ni
en la vida consagrada…
b.
Eucaristía: el Pan Purísimo bajado del cielo. Recibir frecuentemente a Cristo
Eucaristía será un estímulo para mantener el corazón limpio de impurezas y
pecados.
4. Cultivo de
las virtudes teologales, en especial de la virtud de la esperanza. ¿Qué
significa la esperanza? Es la certeza, que me viene de la fe, de que Dios va a
ser fiel a sus promesas y me dará el cielo. Lo dice san Pablo: “los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Si yo me esfuerzo por vivir castamente,
aunque sea difícil, aunque signifique renunciar a mi “modus vivendi”, aunque
signifique cruz y abnegación, estoy dispuesto a luchar porque sé – tengo
absoluta certeza – de que Jesús, que subió al cielo para prepararme una morada,
está reservándome un tesoro en el cielo.
Quinto consejo: Cuidado
Esto es de
sentido común. Huir de las ocasiones de caída. De acuerdo con san Francisco de
Sales (citado en el libro de J. Tissot, “El arte de aprovechar nuestras
faltas”) hay dos tentaciones que se vencen huyendo: las tentaciones contra la
fe y las tentaciones contra la castidad. Si yo sé que ciertas compañías, que
ciertos ambientes, que ciertas personas pueden hacerme naufragar, ¿para qué
hacerme el “inocente” y creer que no pasa nada? Esto, sin embargo, sólo se
entiende a la luz de los primeros principios vistos arriba: si yo aprecio el
don de un corazón puro, si yo sé que todo es relativo de cara a la eternidad,
entonces voy a actuar en consecuencia. No me voy a exponer a perder la gracia
de Dios, que es lo más grande que poseo. En concreto:
1. Cuidar los
ambientes: siempre será mejor no frecuentar aquellos lugares en donde sabemos
que pueden naufragar los propósitos de fidelidad. Hay algunos lugares que en sí
mismos son pecaminosos. No se debe acudir a espectáculos o casas en donde se
fomente el vicio. Esto es obvio. Hay otros lugares que serán peligrosos, no en
sí mismos, sino de acuerdo con la propia sensibilidad o con la situación existencial
en la que se vive. El criterio fundamental para discernir es la honestidad: “yo
sé que acudir a esta fiesta me causa problemas... pues no acudo, hago otra
cosa”. En la medida de lo posible habría que evitar esos ambientes, aunque no
siempre sea posible.
2. Cuidado de
la vista: todo lo que entra por los ojos penetra en el corazón. A veces nos
angustiamos por las tentaciones que nos azotan y nos preguntamos por qué no
podemos ser fieles y puros como ángeles, por qué tenemos que luchar contra las
mismas caídas, los mismos pecados, etc. Preguntémonos más bien: ¿qué miro? ¿A
dónde se me van los ojos? ¿Dónde se fija mi mirada cuando miro a una mujer o a
un hombre? ¿En qué “región” de la “geografía humana” se detienen mis ojos? Es
necesario, por tanto, disciplinar nuestra mirada para fijarla sólo en aquello
que vale la pena. En concreto:
a. Evitar
siempre la pornografía. El cuerpo humano en sí mismo considerado es bello, sea
femenino o masculino, porque ha sido creado por Dios. Cuando Dios creó a Adán y
Eva, el escritor sagrado escribe: “Y Dios vio que era muy bueno”. Un ojo puro
no pone maldad donde no la hay. Por el contrario, la pornografía busca siempre
la excitación de las pasiones, las más de las veces por motivos económicos,
utilizando a las personas como objeto de deleite sexual. El cuerpo del “otro”
es siempre y sólo sujeto, nunca objeto.
b. Hoy en día
el acceso a la pornografía es sumamente fácil: basta abrir Internet para
encontrar todo tipo de imágenes eróticas. Aun cuando se proteja el acceso a
través de un filtro – que siempre es recomendable –, es fácil que se cuelen las
imágenes, a veces en páginas que nada tienen que ver con el erotismo. En muchos
portales, entre el amplio espectro de accesos, no puede faltar nunca el link
para “mayores de edad”.
c. Cuidado
con la vista en la contemplación de personas de otro sexo. Hay sujetos que
cuando ven pasar a una mujer hacen todo un análisis de geografía humana. Esta
falta de control lleva después a llenar el corazón de “toxinas espirituales”, a
crear una mentalidad que se detiene sólo en el cuerpo del otro, sin atender al
corazón.
Sexto consejo: Cuidado del tacto
a. Atención a
las manifestaciones de afecto demasiado íntimas que podrían llevar a faltar a
la castidad. Vale aquí la expresión del P. Jorge Loring sobre el baile:
ciertamente importa la intención del sujeto, también la intención de la sujeta,
pero sobre todo importa “cómo el sujeto sujete a la sujeta”. En el matrimonio
hay una donación de alma y de cuerpo, por lo que el cuerpo ya no pertenece a sí
sino a otra persona. Es una donación mutua y es una posesión determinada sólo
por el amor y jamás por el dominio, precisamente porque no se trata sólo de un
cuerpo, sino de un cuerpo espiritualizado. Por ello, “tocar” el cuerpo de la
otra persona, sobre todo sus partes íntimas, es hacer un abuso, pues esta
posibilidad compete sólo a su “dueño”, es decir, al esposo o a la esposa.
b. El cuidado
del tacto se refiere también al propio cuerpo. Desde el punto de vista de la
fe, mi cuerpo es templo del Espíritu y, por la gracia, la Santísima Trinidad
habita en mi cuerpo como en un templo. El cristiano no desprecia el cuerpo y la
sexualidad, sino todo lo contrario. Es tal la dignidad de mi cuerpo – templo de
la Santísima Trinidad – que tengo que esmerarme por mantenerlo digno y
“ordenado”. Esto significa que el propio cuerpo se debe tocar con respeto y no
desordenadamente. Tocarse sólo por motivos higiénicos, para asearlo y poco más.
Sétimo consejo: Cuidado de las
personas
No hemos de
ser ingenuos en el tema de la castidad. No todos piensan que la continencia
sexual es un bien deseable. Se podría decir que sólo una mínima parte de los
hombres y mujeres de hoy ven con buenos ojos la castidad. Quien quiere ser
célibe tiene que luchar constantemente contra las trampas y asechanzas que otros
pondrán a la vivencia de la virtud. Habrá personas que rechazarán nuestro deseo
de castidad porque este testimonio les hiere profundamente. Por lo tanto:
a. Atento a
los amigos que ridiculizarán nuestros propósitos y nos invitarán a transgredir
la norma moral, a echar “una cana al aire”. Es necesario ser firmes en las
propias convicciones y perseverar. Cuando vean que somos inflexibles, nos
dejarán en paz.
b. Atención a
aquella persona que se me cruzará en el camino. Si yo ya soy casado, la
castidad me llevará a evitar el trato demasiado íntimo con quien no me has
comprometido de por vida. Ya lo dice el refrán: “el hombre es fuego, la mujer
estopa, llega el diablo y sopla”. Simplemente no te acerques al fuego. Si soy
consagrado, vale lo mismo. El orden sacerdotal o los votos religiosos no quitan
las tendencias, no convierten al hombre en ángel: hay que vigilar y no
exponerse a la tentación manteniendo un trato afectivo poco conveniente con
personas de otro sexo. El sacerdote no debería estar abrazando o besando a
mujeres, por muy “santo” que éste sea y por muy piadosa que sea la “feligresa”,
y lo mismo dígase de la religiosa o monja. Porque de una relación puramente
espiritual se puede llegar a situaciones lamentables por falta de cuidado. La
recomendación de origen agustiniano vale para todos: “el amor espiritual
conduce al afectuoso, el amor afectuoso conduce al obsequioso, el obsequioso al
familiar y el familiar conduce al amor carnal.
Octavo Consejo: Cuidado con los
pensamientos
Finalmente
para proteger la castidad, tengo que velar sobre mis pensamientos. La
imaginación es la “loca de la casa” como decía santa Teresa. La divagación
mental, el desorden interior, lleva muchas veces indefectiblemente a los
pensamientos impuros. Ahora bien, dado que vivimos en una sociedad en la que
casi todo nos habla de sexo, podemos sufrir los embates de la cultura imperante
y ser golpeados por imágenes, recuerdos, imaginaciones, deseos bajos, etc. A
veces estos pensamientos pueden ser muy insistentes. Aquí la solución es la
sugerida un poco más arriba: estas tentaciones se vencen huyendo. Más que
reprimir esos pensamientos, tenemos que distraerlos e ignorarlos. Ocurre como
cuando nos asaltan las moscas un día de calor. Rondan las moscas, por la cara,
las manos, de nuevo la cara, la nariz, la cabeza y de nuevo la cara... Uno
normalmente no entra en crisis existencial porque le fastidia una mosca. Si lo
que hago copa mi atención, espantaré a las moscas sin darle mayor importancia.
Así también cuanto noa asalten las imaginaciones impuras: distraernos con algo
que nos guste. Muchas veces no será algo espiritual. Puede ser el fútbol, el
deporte, repasar los estudios, hacer ecuaciones matemáticas, etc. Lo que sea,
con tal de que sea honesto y nos distraiga de los pensamientos impuros.
La castidad
no es una virtud de ángeles, sino de hombres. No desnaturaliza a la persona,
sino que encauza las tendencias para que el ejercicio de las mismas conduzca al
verdadero bien del hombre. La castidad no es una virtud sólo de los
consagrados, sino un modo de vivir de todo cristiano y de todo hombre cabal. No
es más feliz quien rechaza la castidad, sino quien la vive de acuerdo con su
estado de vida. Llevada – a veces sufrida – con sentido sobrenatural es fuente
de amor y de entrega generosa. El hombre casto, la mujer casta, cuando viven la
castidad “en cristiano”, alcanzan la plenitud del amor, porque la castidad no
es otra cosa que el amor, vivido con totalidad. Vale la pena, pues, ser castos,
ya sea en el matrimonio, ya sea en la vida consagrada, ya sea en el noviazgo...
La castidad es la virtud que integra la sexualidad en el grande horizonte del
amor verdadero que tiende a Dios como Objeto y fin último, y que permite amar
al prójimo ordenadamente, como a uno mismo, e incluso mejor: como Cristo nos amó.
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