lunes, 7 de abril de 2014

LA CASTIDAD

¿Es posible vivir el voto de Castidad en una cultura pan-sexual?

¿QUÈ ES LA CASTIDAD?

El voto de la castidad toca aspectos esenciales de nuestra humanidad: la sexualidad, la corporeidad; la necesidad de expresar y recibir afecto. Es particularmente difícil tratar lo relacionado con este voto porque, en la práctica, muchas veces, tenemos que luchar solos o temiendo ser juzgados o incomprendidos.

Como los demás votos, el voto de la castidad también es un medio para lograr la libertad. Nos libera para poder cumplir mejor nuestra vocación de contemplativas o de misión. Es particularmente importante no asumir este voto como un mal necesario. Hay que abrazarlo en forma positiva; si no, a través del tiempo, que pueda ser largo y de no poco sufrimiento, se corre el riesgo de envenenar toda nuestra vida.

La castidad es posible solamente porque está ordenado al amor, a la misma vida de Dios, quien es amor (IJn 4,8). ¡Es una manera particular de amar! (Jn 13,34-35) ¿Cómo podemos hablar del amor de Dios si nosotros no vivimos este misterio? Lo que está en juego es la misma credibilidad de nuestras vidas.

Las bases de nuestra castidad no pueden ser temidas ni debemos huir de ellas (Gn 3,9-10). No podemos temer a nuestra sexualidad, a nuestra corporeidad o a las personas del sexo opuesto porque hemos sido creados con igual dignidad tanto el varón y la mujer (Gn 1,27). El temor nunca ha sido un buen fundamento para la vida religiosa. Dios se atrevió a hacerse hombre de carne y sangre aunque lo llevó a la crucifixión. Este voto exige que vayamos a donde Dios ha ido antes que nosotros.

Para el santo de Asis, el fundamento básico de nuestra relación con Dios es la amistad (gracia). La buena nueva que anunciamos es que participamos del infinito misterio de la amistad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En efecto, lo que dice Santo Tomás es que los consejos evangélicos son los consejos propuestos por Cristo en la amistad. Y, el voto de la castidad es una de las formas para vivir esa amistad con Dios. Es un reflejo del amor ínter trinitaria que es totalmente generoso y nada posesivo y que se da entre iguales.

A.- Enfoque Bíblico: El voto de la castidad

El año pasado, un buen día, una señor me dijo: Padre Uds cómo viven su castidad ya que es imposible vivir sin atender a la pasión del cuerpo. Y En una charla de novios, un joven me dice: Uds los curas están equivocados en no casarse, porque Dios bendijo al hombre y a la mujer, diciéndoles: «Sean fecundos, multiplíquense y llenen la tierra». Respondí que en efecto: “Sean fecundo y multiplicaos” (Gn 1,28). Pero también es cierto y que tiene mayor trascendencia que, con la cita de la virginidad de María que se entregó al poder de Dios y concibió al Hijo sin tener relaciones íntimas con san José: El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo»… Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús… María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?». El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios». María dijo entonces: «Aquí está la esclava del Señor hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,26-38). Lo que significa que para Dios todo es posible, asi por ejemplo que uno sea puro y santo (Mt 5,8).

San Pablo dice: ¿No saben que sus cuerpos son templo del espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos” (ICor 6,19). Pero si por alguna razón hay confusión, entonces: “Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren” (Gal 5,16).

En nuestra coyuntura del mundo moderno, en que se predica la libertad sexual y el erotismo asfixiante, parece ser un disparate hablar de la castidad religiosa o sacerdotal. La televisión, el cine, la literatura y la propaganda callejera proclaman todo lo contrario. A pesar de todo, los invito a leer con mucha atención esta misiva acerca del celibato religioso. No lo invento yo, simplemente veo y doy una lectura en la sagrada escritura como quien hace una teología la Bíblica.

El hombre ha sido creado en cuerpo y espíritu con vistas al matrimonio: Dios creó al ser humano como hombre y mujer, «y vio Dios que era bueno». (Gén. 1, 27, 31). Pero luego hay un mandato de Dios que hay que cumplir: «Puedes comer de todos los árboles que hay en el jardín, exceptuando únicamente el árbol del conocimiento del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas morirás» (Gn 2,16). Está muy claro que si hacemos uso deliberado o sin responsabilidad del conocimiento estamos sujetos a la muerte. Respecto a la sexualidad con responsabilidad; hoy, hay hombres y mujeres cristianos que con pleno conocimiento y libertad, y con gran alegría, renuncian de por vida al matrimonio. Lo hacen «por amor al Reino de los Cielos» (Mt. 19,12). Este estado de vida lo indicamos con los términos: «castidad consagrada», o «celibato religioso», o «virginidad cristiana». Y el que renuncia a ese gran valor humano del matrimonio, lo hace para seguir el ejemplo y el consejo evangélico de Jesús. A quienes profesan de por vida este estado, se les da el nombre de «religiosos», «religiosas», (o monjitas) y sacerdotes.

¿Qué nos enseña la Biblia?

El Pueblo de Dios del Antiguo Testamento apreciaba mucho el matrimonio y cada familia israelita deseaba tener muchos hijos como bendición de Dios (Gén. 22, 17). Y la virginidad, o el no tener hijos, equivalía a la esterilidad, la cual era una humillación y una gran vergüenza (Gén. 30, 23; 1 Sam. 1,11; Lc. 1, 25). Generalmente, en el Antiguo Testamento no hay aprecio por la virginidad como estado de vida. Recién en el Nuevo Testamento encontramos el estado de virginidad por motivos religiosos: Jesús mismo, que permaneció sin casarse, fue quien reveló el sentido y el carácter sobrenatural de la virginidad

«Hay hombres que se quedan sin casar por causa del Reino de los Cielos. El que puede aceptar esto, que lo acepte» (Mt. 19,12). La expresión «por causa del Reino de los Cielos» confiere a la virginidad su carácter religioso y es así un signo de la Nueva Creación que irrumpe ya en este mundo, es decir, es un signo anticipado del mundo que vendrá.

El Apóstol Pablo hace entender que en su tiempo ya había algunos creyentes que vivieron como vírgenes por un tiempo para dedicarse a la oración. (1Cor. 7, 5) También dice el Apóstol que el cuerpo no está sólo destinado para la unión sexual, sino también para dar testimonio de Dios: «El cuerpo es para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y así como Dios resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su poder... ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Cor. 6,13-15). Y en otra parte Pablo habla de la virginidad como un estado mejor que el matrimonio, porque este estado de vida expresa más claramente la entrega total al Señor: «El hombre casado está dividido, y tiene que agradar a su mujer; pero los que permanecen vírgenes no tienen el corazón dividido, sino que están consagrados a Dios tanto en cuerpo como en espíritu: ellos viven sirviendo al Señor con toda dedicación». (1 Cor. 7, 32-35). Esto no es un mandato del Señor, dice Pablo (1 Cor. 7, 25), sino un llamado personal de Dios, un carisma o un don del Espíritu Santo (1 Cor. 7,7) y, como dice Jesús, esto no todos lo pueden entender.

La virginidad es un signo del mundo que vendrá.

Los que permanecen vírgenes en este mundo están despegando de este mundo (1 Cor. 7, 27) y esperan al Esposo y al Reino que ya vienen, según la parábola de las diez vírgenes (Mt. 25, 10). Su vida, su virginidad, es un «signo permanente» del mundo que vendrá, es signo visible del estado de resurrección, de la nueva creación, del mundo futuro donde no habrá matrimonio, y donde seremos semejantes a los ángeles y a los hijos de Dios (Lc. 20, 35-36).

El ejemplo de Jesús, María y de Pablo

1. Jesús mismo no se casó, no tuvo hijos, no hizo una fortuna.

El, que nada poseía, trajo al mundo tesoros que no destruyen ni el moho ni la polilla. El, que no tuvo mujer, ni hijos, era hermano de todos y entregó su vida por todos. Además, Jesús invitó a sus discípulos a seguirlo hasta lo último. Al joven rico, no le pidió solamente que cumpliera los mandamientos de la ley; le pidió un despojo total para seguirlo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y entonces tendrás riquezas en el cielo; luego ven y sígueme» (Mt. 19, 21). «Todos los que han dejado sus casas, o sus hermanos o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o bienes terrenos, por causa mía, recibirán la vida eterna» (Mt. 19, 29). «Si alguien quiere salvar su vida, la perderá; pero él que la pierda por mí, la salvará» (Lc. 9, 24; Lc. 14, 33).

2. María, la Madre de Jesús, es la única mujer del Nuevo Testamento a quien se aplica, casi como un título de honor, el nombre de «virgen» (Lc. 1, 27; Mt. 1, 23).

Por su deseo de guardar su virginidad (Lc. 1, 34), María asumía la suerte de las mujeres sin hijos, pero lo que en otro tiempo era humillación iba a convertirse para ella en una bendición (Lc. 1, 48). Desde antes de su concepción virginal, María tenía la intención de reservarse para Dios. En María apareció en plenitud la virginidad cristiana.

3. El Apóstol Pablo, un hombre apasionado por predicar el mensaje de la salvación, no quiso, como los predicadores de su tiempo, ir acompañado de una esposa (1 Cor. 9, 4-12).

Además Pablo invitó a otros a seguir este estado de vida y dice: «Yo personalmente quisiera que todos fueran como yo» (1 Cor. 7, 7). El Apóstol vio que su vida como célibe le daba mayor disponibilidad de tiempo y una mayor libertad para la predicación. Vio que el celibato le daba más tiempo para el servicio de Dios y de sus hermanos. (1 Cor. 7, 35). Seguramente los apóstoles y muchos discípulos siguieron esta forma de vida; recordamos las palabras de Pedro: «Señor, nosotros hemos dejado todo lo que teníamos y te hemos seguido» (Mt. 19, 27).

¿Cuál es el motivo fundamental para optar por una vida sin casarse?

Después de todo, podemos decir que el celibato religioso brota de una experiencia muy especial de Dios. El no casarse en sentido evangélico es fruto de una profunda fe y de una experiencia de que Dios entra en la vida del hombre o de la mujer. Es el Dios vivo, que deja huellas en una persona. Es el Dios, Padre de Jesucristo, que ha seducido a algunas personas de tal manera, que ellos dejan todo atrás y van como enamorados detrás de Jesús. El hombre célibe religioso es una persona «seducida por Dios»: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir» (Jer. 20, 7). Desde el momento que llega Dios a la vida del religioso todo cambia. El hombre religioso deja todo atrás, aun el amor humano, porque simplemente ha llegado el Amor. Dios vuelve a ser el «único amor», es como si de improviso aparece el sol y se apagan las estrellas... Dice la Escritura: «Tú eres mi bien, la parte de mi herencia, mi copa. Me ha tocado en suerte la mejor parte, que Dios mismo me escogió» (Salmo 16, 5-6).

La religiosa y el religioso hacen aparecer a Dios como «amor». Con su oración y su silencio quieren llegar a la fuente de todo amor que Dios ha manifestado en su Hijo Jesucristo. Quieren permanecer en celibato a fin de estar más disponibles para servir a sus hermanos y para entregarse totalmente al amor de Cristo. No hay nada más bello, nada más profundo, nada más perfecto que Cristo. He aquí el último núcleo de una vida célibe por el Reino de los Cielos.

La castidad consagrada no es una vida sin amor

El religioso es sobre todo un hombre de Dios, un hombre para Dios, un hombre que ve en todas las cosas la presencia amorosa de Dios. Es un «especialista de Dios». El religioso, con su voto de castidad, no opta por un camino de egoísmo, ni tampoco desprecia la sexualidad o el matrimonio. No hace un voto de «desamor», sino un voto de radicalismo en el amor: en su experiencia de amor descubre por intuición una dimensión más abierta y reclama un amor absoluto en toda su vida.

El voto de castidad, ciertamente, es una renuncia a la expresión genital de la sexualidad, característica de la vida matrimonial; pero el voto de castidad no implica ninguna renuncia al amor. Es un voto que expresa una superabundancia de amor radical que trasciende la carne y la sangre. Para el religioso no es posible amar a Dios, sin amar a los hombres sus hermanos.

El religioso no renuncia a la personalidad masculina o femenina

Aunque las posibilidades sexuales no se ejercitan, sin embargo una religiosa enfermera o una religiosa maestra desempeña un trabajo «como mujer» con sus cualidades de ternura y bondad; y un religioso misionero actúa «como hombre» con su vigor, con su amor por la verdad y con sus cualidades de corazón.

Es un hecho significativo que Jesús fuera varón íntegramente y que como varón nos predicó la Buena Nueva. Fue muy significativo que María, como mujer, supiera acoger al Salvador y como madre presentara su Hijo al mundo entero. Dios mismo eligió a María como mujer y como Madre para ser puente entre el cielo y la tierra. Los religiosos no viven su virginidad sin su personalidad masculina o femenina.

Ellos tratan, con su consagración a Dios y con libertad de espíritu, de ser fecundos de una manera que a menudo no es posible para los demás. Muchas veces vemos cómo el niño huérfano, el drogadicto perdido, el enfermo aislado, la anciana abandonada encuentran en la religiosa a una verdadera madre. Muchas veces el joven angustiado, el hombre fracasado, un pueblo desorientado, encuentran en un religioso a un verdadero padre.

Una tradición cristiana desde el Nuevo Testamento

Desde el comienzo de la Iglesia apareció este carisma del celibato consagrado en la historia humana. Estos carismas del celibato religioso han sido expresiones de la libertad del Espíritu Santo que durante 2.000 años ha enriquecido la historia de la Iglesia. Por inspiración del Espíritu de Dios, los religiosos se sienten empujados a ser testigos del amor divino, y sólo el amor de Dios puede amar más libremente a todos los hombres, y especialmente a los más humildes.

El celibato religioso nunca ha manifestado un desprecio por el matrimonio. El celibato no es un valor mayor al del matrimonio, es simplemente una manera radical de vivir el amor cristiano; de otra forma la castidad consagrada pierde su significado.

Nos extraña muchísimo que el reformador Lutero y los protestantes del siglo XVI rechazaran el camino de la vida religiosa como un camino prácticamente imposible y dieran preferencia al matrimonio. Esta opción de los protestantes va claramente contra una corriente religiosa que brotó desde los tiempos de Jesucristo hasta ahora. Por eso varios grupos protestantes vuelven últimamente a esta antigua tradición cristiana y auténticamente evangélica, y comenzaron en este siglo con grupos religiosos que viven el celibato como nosotros «por el Reino de los Cielos». (Pensemos en los monjes reformados de Taizé en Francia, los hermanos y hermanas franciscanos, anglicanos y protestantes en Alemania e Inglaterra).

Queridos hermanos, siempre hubo y habrá en la Iglesia de Cristo hombres y mujeres llamados por Dios para que, con su vida de castidad consagrada, sean testigos del amor de Dios. La vida religiosa es simplemente un carisma o una manifestación del Espíritu Santo que Dios regala a su Iglesia y al mundo. Sin estos hombres religiosos, sin estos «especialistas de Dios», el mundo sería más pobre. Pero esto no todos lo pueden entender. Por algo dijo Jesús: «El que pueda entender que entienda» (Mt. 19, 12).

Espero que estos Temas leídos una y otra vez les fortalezcan en la verdadera Fe y les den argumentos para saber dar razón de su esperanza.

Cuestionario

¿Qué nos enseña la Biblia al respecto? ¿Cuál fue el ejemplo de Jesús? ¿Qué significa también la virginidad? ¿Cuál fue el camino seguido por Pablo y por María, la Madre de Jesús? ¿Cuál es el motivo fundamental para hacer esta opción? La castidad consagrada, ¿significa dejar de amar? ¿Cuál ha sido la tradición cristiana al respecto?

B.- La Castidad franciscana:

UN CORAZÓN LIBRE PARA AMAR Y VIVIR EN CASTIDAD

Al tratar de captar qué es lo que san Francisco de Asís entiende por «vivir en castidad», hemos de comenzar por colocarnos en el clima general de la pureza de corazón y sencillez de mente, que él tanto recomienda en el servicio de Dios. También aquí sale al paso el ideal central de la pobreza. Pureza de corazón es una forma más de desprendimiento, un liberarse, elevándose, de cuanto pueda impedir aquí abajo el vuelo del espíritu:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son limpios de corazón -comenta san Francisco- los que desprecian las cosas terrenas y buscan las celestiales, y tratan constantemente de adorar y contemplar al Señor Dios vivo con limpieza de corazón y de alma» (Adm 16). «Pureza de corazón ve a Dios», decía lapidariamente fray Gil.[2] Es puro el corazón que ha logrado sobreponerse a las exigencias del yo -ambición, placer, afectividad egoísta- y por eso se siente libre para Dios, libre para el amor universal. Así quería ver a los suyos el santo fundador: «Sirviendo, amando, honrando y adorando a Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él desea de nosotros más que ninguna otra cosa» (1 R 22,26).

La virginidad evangélica, en realidad, tiene como fundamento justificante esa liberación: es continencia por el Reino de los cielos (Mt 19,12). Quien la abraza, obedeciendo a un carisma particular, se ve libre de cuidados, para ocuparse del servicio del Señor y de cómo agradarle...; santo en cuerpo y en espíritu..., puede unirse más íntimamente a Dios, sin impedimento, con un corazón indiviso (cf. 1 Cor 7,32-35).

San Francisco no enumera la castidad en su Saludo a las virtudes. Hablando con propiedad bíblica, más que de una virtud se trata de una disposición preliminar para la donación a Dios en amor total. Entendida así, como ofrenda a Dios y a los hermanos de un corazón entero y suelto, la castidad-virginidad no consiste solamente en la renuncia al matrimonio como estado ni en la mera abstención de los goces sexuales. Es virginidad del espíritu aún más que del cuerpo. Y la fuente que la alimenta es el amor sin reservas. La meta es siempre la misma: «Amar a Dios y adorarle con corazón limpio y mente pura» (1 R 22,26).

Volvemos al sentido que san Francisco da al término carne. Es carnal todo lo que procede del egoísmo, de la comodidad personal, del afán de hacer la voluntad propia, como también todo lo que es sensualidad y «amor privado», orgullo y vanagloria, codicia y preocupación de las cosas terrenas. Sólo quien se purifica de todo eso puede llegar a «poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar a Él siempre con corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad» (2 R 10,9). En consecuencia, Francisco exhorta al aborrecimiento del cuerpo con sus vicios y pecados, «porque el diablo quiere que vivamos carnalmente para arrebatarnos el amor de nuestro Señor Jesucristo y la vida eterna» (1 R 22,5).

La ascética franciscana de la castidad se halla centrada en la caridad. Es ella la que inspira la inmolación y la que, una vez aceptada ésta, hace superar con éxito las situaciones. «La santa caridad -escribe Francisco- confunde todas las tentaciones del demonio y de la carne, y todos los temores humanos» (SalVir 13). Hacia la atmósfera del amor limpio, confiado, sin egocentrismos, empujaba el santo, «sagaz conocedor de tentaciones» (1 Cel 117), a todo hermano al que veía tentado (2 Cel 118, 124; LP 55; EP 106). Él mismo no estuvo libre de los reclamos de la sensualidad, por más que a todos era manifiesta su pureza de mente y de corazón, como si el espíritu «hubiera arrastrado a la sed de la posesión de Dios su carne santísima» (2 Cel 129). Y esa lucha, que nunca fue parte a ensombrecer su ánimo, le servía para pisar firme en la realidad de su propia limitación y en la seguridad del auxilio divino.

¿Qué pensar de los remedios a que recurría cuando el acoso de la tentación se hacía más fuerte? No es fácil deslindar en el primer biógrafo lo que hay de dato histórico en este particular de lo que es puro tópico hagiográfico. Zambullirse en la nieve, revolcarse en las zarzas, disciplinarse sangrientamente al sentir el ardor de la concupiscencia..., son cosas que no podían faltar en la vida de un santo. Pero se acomoda al estilo del Poverello, amigo de improvisar escenificaciones plásticas, el episodio de las figuras de nieve con su buena dosis de humor.[3]

Un eco de las enseñanzas de Francisco sobre la mejor táctica para ahuyentar las sugestiones impuras podemos verlo en las populares máximas de fray Gil, quien entendía por castidad «el cuidado de guardar todos los sentidos al servicio de la gracia de Dios».[4]

«Estaban una vez reunidos fray Gil, fray Simón de Asís, fray Rufino y fray Junípero. Hablaban de Dios y de la salvación del alma, y dijo fray Gil a los demás:

-- ¿Cómo hacéis vosotros con las tentaciones de impureza?

-- Yo -respondió fray Simón- considero la vileza y torpeza del pecado, y así concibo una gran abominación y me veo libre.

-- Yo me echo tendido por tierra -dijo fray Rufino- y estoy en oración para implorar la clemencia del Señor y de la Madre de Jesucristo, hasta que me siento del todo libre.

-- Cuando yo -contestó a su vez fray Junípero- oigo venir el ruido de la sugestión diabólica, acudo inmediatamente a cerrar la puerta de mi corazón, y pongo dentro, para seguridad de la fortaleza, mucha tropa de santos pensamientos y deseos; y cuando llega la sugestión carnal y llama a la puerta, respondo yo de dentro: "¡Afuera, que la casa está ya tomada y no cabe en ella más gente!"; y así nunca dejo entrar el pensamiento impuro dentro de mi corazón, y viéndose vencido y derrotado, huye no sólo de mí, sino de toda la comarca.

-- Contigo estoy, fray Junípero -dijo entonces fray Gil-; el enemigo carnal no se puede combatir de mejor manera que huyendo; porque tiene dentro al traidor apetito, y acomete además de fuera por los sentidos corporales, con tanta fuerza que sin huir no se puede vencer. El que de otra manera quiera combatir se fatigará en la batalla y pocas veces conseguirá victoria. Huye del vicio y serás vencedor.

En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. “Amén”.

Pero no desconoce Francisco que existen peligros concretos para la vida de castidad, especialmente en una fraternidad móvil, presente en el contexto normal de la comunidad humana; y trata de proteger a los hermanos aun contra todo lo que puede infundir sospechas que perjudiquen su testimonio ante los hombres. El capítulo 12 de la Regla no bulada se titula: Cómo se deben evitar las malas miradas y el trato con mujeres. Los hermanos han de guardarse de mirarlas con intención menos pura, conversar con ellas, «ir solos de camino con una mujer o comer con ella del mismo plato». Los sacerdotes han de limitarse a darles penitencia y aconsejarlas espiritualmente, pero sin recibirlas en obediencia. Y añade: «Seamos muy vigilantes con nosotros mismos y mantengamos puros todos nuestros miembros». La fornicación y la desviación de la fe católica son los dos pecados que, según la misma Regla, llevan consigo la privación del hábito y la expulsión de la fraternidad (1 R 13,l-2; 19,2).

El capítulo 11 de la Regla bulada, muy breve, se limita a prohibir el trato sospechoso con mujeres y la entrada en monasterios de monjas sin autorización de la Sede apostólica. Además, conforme a las prescripciones canónicas de la época, a los hermanos no les está permitido ser padrinos, para evitar el escándalo.

Pero Francisco está muy lejos de tomar ante la mujer la actitud esquiva, corriente en la ascética de su tiempo, que la presentaba a los jóvenes religiosos como «dulce mal», «dulce veneno», «disfraz de Satanás»...[6] Algunas de las máximas que Celano pone en su boca y algunas de las actitudes que le atribuye acusan claramente tópicos de esa pedagogía misógina, alimentada ya en la Orden al tiempo en que el biógrafo escribía la Vita II (cf. 2 Cel 112 y 113).

Francisco estaba imbuido de aquel respeto galante y caballeresco de que la sociedad de entonces rodeaba a la mujer. Y es la fidelidad a su Rey, Cristo, lo que le hace mostrarse cortés y delicado con cualquiera de ellas, porque toda mujer, mirada con ojos espirituales, es pertenencia del divino Esposo; detenerse a poner en ella la complacencia es, para el seguidor de Cristo, una apropiación indebida, una felonía. En cierta ocasión, dos mujeres muy espirituales, madre e hija, le atendieron dándole de comer; él les correspondió con amables consejos, pero no las miró al rostro. Cuando se hubieron alejado, el compañero no pudo contener su extrañeza, y el santo le contestó: «¿Quién no temerá mirar a la esposa de Cristo?» (2 Cel 114). Y solía repetir a sus hermanos la parábola de los dos mensajeros que cierto rey envió a la reina: el primero se limita a cumplir su encargo sin osar poner los ojos en la esposa del rey; el segundo, al volver, se hace lenguas de la belleza que ha visto en ella. El rey lo aleja de su servicio, diciéndole indignado: «Siervo desleal, ¿cómo te has atrevido a posar tus ojos impúdicos sobre mi esposa?» (2 Cel 113).

Por lo demás, el mismo continente habitual del santo, su rostro mortificado, su mirada dirigida al cielo mientras hablaba, eran la mejor defensa contra cualquier superficialidad por parte de las interlocutoras. Y llegó a confesar confidencialmente a su compañero: «Puedo asegurarte que no acertaría a reconocer por la cara sino a dos mujeres. El rostro de tal y de tal me es conocido, pero de ninguna otra» (2 Cel 112).

CASTIDAD Y AMISTAD

Se supone que las dos mujeres que conocía Francisco de vista eran Jacoba de Settesoli y la hermana Clara. Y ¡con qué viril afectuosidad supo corresponder Francisco al amor de esas dos hijas espirituales!

Fray Jacoba, como usaba llamarla el santo por su estilo de gran señora y por la naturalidad con que alternaba con los hermanos, tenía veintidós años cuando hospedó a Francisco por primera vez en Roma en 1212. Entre ambos se creó una amistad muy estrecha; era considerada como unida espiritualmente a la fraternidad, como un hermano más. Con ella no rezaba la prohibición de admitir mujeres en el recinto de la Porciúncula, reservado a habitación de los hermanos (LP 8).

De la amistad con santa Clara hay datos abundantes y muy significativos, si bien no todos resisten al rigor de la crítica. Contaba Clara diecisiete años cuando Francisco, doce mayor, cautivó su espíritu con el ardor de su predicación y la inflamó en el amor a Cristo crucificado. Bona de Guelfuccio recordaría, en el proceso de canonización, aquellas citas furtivas, muy arriesgadas, dadas las costumbres de la época, cuando Clara, acompañada de su amiga, salía secretamente de casa e iba a encontrarse con Francisco, quien la esperaba en lugar bien disimulado, acompañado, a su vez, de fray Felipe, uno de los primeros seguidores, de quien dice Celano que «el Señor le purificó los labios con el fuego de la castidad» (cf. 1 Cel 25). En coloquios llenos de unción espiritual, a media voz, Francisco estimulaba a Clara «a volverse a Jesucristo» sin reserva.[8] Así, en encuentros amparados en la pureza de las intenciones, quedó sellada aquella unión de dos espíritus hechos el uno para el otro.

El amor de Clara a Francisco se mantendría en el plano de una adhesión filial, rendida y ardorosa, siempre espiritual, sin dejar de ser auténticamente humana. Una vez canonizado el Padre amadísimo (1228), se abandonaría a ese amor con una intensidad mayor, hecha devoción. Nada más revelador que el sueño singular que un día refirió con sencillez a las hermanas y que éstas hicieron constar en todo su ingenuo realismo en el proceso de canonización (Proc 3,29; 4,16; 6,13; 7,10).

Y el amor de Francisco, sin dejar de ser amor de Padre, tendría mucho del entusiasmo legítimo por el frescor y la tenacidad con que vio prender en el corazón de la que gustaba llamarse su «plantita», el ideal del seguimiento de Cristo por la vía de la pobreza y de la sencillez. La trataba como a colaboradora en la misma aventura evangélica.

Aunque no sea más que por su valor simbólico, indicador del recuerdo dejado en la familia franciscana por el noble afecto de los dos santos fundadores, no está de más hacer mención del relato de las Florecillas sobre el banquete espiritual tenido en la Porciúncula (Flor 15).

En un principio Francisco iba con frecuencia a conversar con las damas pobres. Pero más tarde la espontaneidad primera hubo de ceder a una mayor sobriedad en las visitas y en la forma del trato, debido, en parte, al tenor cada vez más monástico que fue adoptando el conventito de San Damián, bajo la autoridad de Hugolino, en parte también porque los hermanos de la Porciúncula no siempre supieron comportarse con la debida discreción. El fundador tenía que dar ejemplo. Y explicaba a sus compañeros:

«No vayáis a creer por esto que no las ame de corazón. Si fuera una falta quererlas en Cristo, ¿no hubiera sido mayor el haberlas unido a Cristo?» (2 Cel 205).

De tarde en tarde, le vencía el deseo de ir a San Damián; llamaba a un compañero y le decía: «¡Vamos a ver a hermana Clara!».

Más duro todavía resultaba a Clara y a sus hijas carecer de la vista y de las palabras del Padre. Pero también ellas hubieron de recibir su lección ascética de un simbolismo crudo. Reunidas todas ante el locutorio, Francisco se puso en oración con los ojos alzados al cielo. Luego mandó traer ceniza; hizo con ella un círculo en derredor y la echó también sobre su cabeza. Estuvo así buen rato en silencio. Por fin se levantó y, por toda plática, entonó el Miserere.[10] No hay que exagerar, con todo, ese alejamiento calculado. Por otros episodios y por las declaraciones del proceso de canonización de santa Clara, sabemos que la presencia de los hermanos en San Damián era casi continua y en un ambiente de espontaneidad.

Francisco veía el misterio del desposorio espiritual con Cristo en toda alma fiel. Es una unión que alcanza toda la fecundidad salvífica de nuestra comunicación de vida con el Redentor glorioso.

Quien se consagra a Cristo en virginidad contribuye eficazmente a la fecundidad maternal de la Iglesia. Un anhelo general de vida más pura fue el efecto inmediato que se siguió a la irradiación de la vida apostólica de la fraternidad (1 Cel 37). Jacobo de Vitry, testigo inmediato, afirma que los hermanos menores «purificaban el ambiente del hedor de los vicios y encendían a muchos en el deseo de la castidad».[11] Francisco sabía elevar a ese clima de limpieza integral también a los unidos en matrimonio, devolviendo al amor humano su dignidad, sin menoscabo de los bienes de la unión conyugal (cf. LP 69).

Se comprende que los focos de más intensa irradiación fueran los reclusorios de las damas pobres. La virginidad no era allí solamente una disposición para la entrega sin reserva al Esposo divino, sino además una invitación muda a la elevación de la vida cristiana. A todas servía de ejemplo santa Clara, «virgen en la carne y purísima en el corazón» (1 Cel 18), que «a manera de flor blanca y primaveral -en expresión de san Buenaventura- esparcía por todas partes el olor suavísimo de su pureza» (LM 4,6). Celano, describiendo el clima de santidad que se respiraba en San Damián cuando él redactaba su primera biografía, dice:

«La azucena de la virginidad difunde en todas las hermanas tan regalados efluvios que, olvidadas de los cuidados terrenos, sólo desean ocuparse de las cosas del cielo y en tal grado se enciende en sus corazones el amor al Esposo eterno, que la totalidad de ese santo afecto les hace olvidar todos los atractivos de la vida que han dejado» (1 Cel 19).

Clara concebía la donación a Cristo como un compromiso dinámico y exigente. El Esposo es el Crucificado pobre, que nos ha amado a costa de sí mismo y busca en sus amantes colaboración incondicional.[12]

Mujer plenamente realizada, dotada de una afectividad y sensibilidad exquisitamente femeninas, Clara amaba sobre todo a las hermanas que compartían su mismo empeño evangélico; ellas, en el proceso de canonización de la santa, han dejado testimonios preciosos sobre aquella su manera de querer, con ternura, pero sin maternalismos envolventes. Amaba a su madre Ortolana y la recibió gustosamente a su lado en el monasterio; amaba a su hermana Inés, cuya carta, escrita desde Monticelli (Florencia) luego de llegar a este monasterio, constituye uno de los documentos más extraordinarios de la intensidad de un afecto.[13] Y amaba, si bien a distancia y sin conocerla, a su hija espiritual Inés de Praga, como aparece elocuentemente en las cartas escritas a ella, especialmente en la última de despedida:

«A la que es la mitad de mi alma, santuario de un amor singularmente entrañable..., madre mía carísima e hija la más querida de todas... No creas en manera alguna que se haya hecho menos ardoroso y dulce en las entrañas de tu madre el fuego del amor hacia ti... Ten un recuerdo para esta tu madre pobrecilla, pues ya sabes cómo yo llevo tu recuerdo impreso inseparablemente en lo profundo de mi corazón, siendo como eres la más querida de todas...» (4CtaCl vv. 1, 5 y 33-34).

CASTIDAD Y AMOR FRATERNO

«La castidad abrazada por el reino de los cielos... libera el corazón del hombre de una manera singular para que se inflame en más amor a Dios y a todos los hombres... Todos deben tener presente... que la castidad se guarda con más seguridad cuando en la vida de comunidad reina un auténtico amor entre hermanos», enseña el Concilio Vaticano II (PC 12).

Por un lado el corazón virginal, reservado entero y libre para Dios, puede prodigarse sin límite alguno a los hermanos; pero, a su vez, halla en la comunión de vida y de ideales con los hermanos, aceptados como don del Señor, el clima más idóneo para el crecimiento de la afectividad y el apoyo en los momentos normales de lucha y de superación. Pero con una condición: la de saber liberar el potencial afectivo de todo aprisionamiento egoísta y de toda tendencia posesiva.

El corazón casto, evangélicamente pobre, protege constantemente su libertad frente a las apropiaciones afectivas. Francisco y Clara se sirven de una expresión muy apropiada para prevenir, sobre todo a los hermanos y a las hermanas que han de ser guía y agentes de unidad en la fraternidad, contra la tendencia a acaparar el afecto de alguno produciendo malestar en la misma: amores privati. La expresión, tomada de san Agustín, se halla en el retrato del ministro general que Celano atribuye a Francisco: Privatis amoribus careat ne, dum in parte plus diligit, in toto scandalum generet, «Debe ser hombre sin amistades particulares, no sea que, inclinándose más a favor de unos, dé mal ejemplo a todos... Debe ser hombre en quien no haya lugar para la sórdida acepción de personas, que tenga igual cuidado de los menores y de los simples que de los sabios y mayores» (2Cel 185; cf. LP 80). Por su parte, santa Clara, al hablar de la abadesa, usa el mismo lenguaje: «No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas, cause escándalo en todas» (RCl 4,11).

El primer biógrafo nos ha dejado una descripción llena de vida de la fraternidad inicial, poniendo de relieve la espontaneidad de las relaciones afectivas entre los hermanos, sin complejos ni formas artificiosas, y explica el secreto con una observación muy atinada:

«Habiendo despreciado todo lo terreno y hallándose inmunes de toda forma de amor egoísta -amore privato-, cada uno volcaba en los demás toda la intensidad del afecto y se esforzaba por ayudarles en la necesidad con entrega total de sí mismo» (1 Cel 39).

C.- Diversos enfoques de la Castidad:

La castidad es uno de los votos que profesan los religiosos y los consagrados dentro de la Iglesia, además de los votos de pobreza y obediencia. Con estos votos, los religiosos y consagrados (sacerdotes, hermanos, monjas, laicos consagrados) expresan públicamente que quieren ser totalmente de Dios y que están dispuestos – por el Reino de los Cielos – a renunciar a las tres dimensiones fundamentales de la existencia humana como son el deseo de perpetuarse en una familia, actuar autónoma e independientemente, y poseer bienes propios. Sin embargo, estos votos sólo se entienden a la luz de Cristo y de la novedad de vida que Cristo nos vino a traer. Jesucristo es el religioso por excelencia: Él está totalmente dedicado – consagrado – a las cosas del Padre y su único deseo es que Dios sea conocido, amado y alabado por los hombres, sin otra posesión, sin otro deseo que no sea el Reino de Dios. Ahora bien, la castidad no es sólo un voto, es decir, una promesa solemne.

La castidad es una realidad que atañe a todos los hombres y mujeres, porque es la virtud que regula el uso adecuado y responsable de la sexualidad y de la afectividad. Y esto nos toca a todos. Un religioso vivirá esta virtud en un modo concreto y según unas exigencias diversas del soltero o de las personas unidas en matrimonio. Pero todos estamos llamados a ejercitarnos en la virtud de la castidad. Existe una castidad del religioso, una castidad del soltero y una castidad del casado. Los consejos que se ofrecen a continuación valen en mayor o menor medida para todos. Toca a cada cual hacer la adaptación para la propia vida.Los consejos generales para vivir la castidad son cinco: orden, conciencia, aprecio, fomento y cuidado. Expresaré los consejos del modo más esquemático posible.

Primer consejo: el orden

Para vivir la castidad – tanto en el celibato como en el matrimonio – es necesario el orden en la propia vida. Ahora bien, hay diversos tipos de orden:

1. Orden “teológico”: primero Dios, después las creaturas. El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas está dirigido a todos los hombres y no sólo a los religiosos. El amor a Dios ha de ser la principal preocupación de la vida. Esto significa no anteponer nada al amor de Dios: la Voluntad de Dios está antes que mi propia voluntad; el Plan de Dios sobre mi vida antes que mis planes personales; primero las cosas de Dios que mis cosas. Primero Dios y después los amigos; primero el domingo y después los demás días de la semana. Vivir constantemente en su presencia, buscando pequeños pero significativos actos de amor a Dios. En el fondo, la vida de todo hombre es una búsqueda de Dios.

2. Orden “vertical”: primero el cielo y después la tierra. Por lo tanto, hemos de aspirar al cielo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Por culpa del marxismo, del consumismo y de otras ideologías terrenas, nos hemos olvidado de pensar en el cielo como una realidad cierta que nos espera. Estamos demasiado preocupados por nuestro éxito temporal, demasiado copados por compromisos mundanos, demasiado comprometidos con quehaceres meramente circunstanciales, queremos a toda costa disfrutar de esta tierra… y nos olvidamos de que esta vida es sólo un preludio de la vida verdadera. La vida es un punto en medio de la eternidad. Esto no significa despreciar las cosas buenas que ofrece la vida, sino “ordenar” todo al cielo, que es nuestro único destino. Hemos sido creados para el cielo. La castidad sólo se entiende a la luz de la eternidad. Hay una expresión latina que reza: “quid hoc ad aeternitatem”, ¿qué es todo esto a la luz de la eternidad? ¿Qué son los placeres indignos y momentáneos a la luz de la eternidad? En conclusión: “Sólo Dios es Dios. Lo demás es ‘lo de menos’”.

3. Orden “temporal”: es necesario tener un orden en el uso de nuestro tiempo. Tener muchas cosas interesantes que hacer: oración, trabajo, comidas, merecido descanso, intereses personales… La ociosidad es la madre de todos los vicios, y nuestra sociedad actual es especialista en ofrecer toda clase de salidas frívolas y raquíticas a la ociosidad. En concreto: si es necesario entrar en Internet, que sea sólo para lo que hay que hacer y no andar “navegando” a ver “qué veo”, perdiendo miserablemente el tiempo y poniendo en riesgo la castidad. Por lo demás, esta vida es para construir algo que nos podamos llevar al más allá, al cielo. Empeñemos pues nuestra vida, no en vanidades y caprichos efímeros, cuanto menos en pecado y desenfreno, sino en grandes proyectos al servicio de los demás.

4. Orden “interior”: la persona humana es un “espíritu encarnado”, es una especie muy extraña en la creación. No es un ángel, pero tampoco una bestia. Es un ser “multidimensional”: tiene razón y voluntad, libertad, sentimientos, potencias y pasiones, etc. En esta diversidad humana hay una jerarquía, un orden en las dimensiones. En primer lugar, como dimensión rectora, está la razón iluminada e instruida por la fe. La razón debe regir a todas las demás pasiones y potencias. La virtud de la castidad es una disposición de la voluntad que nos lleva a actuar según los dictámenes de la razón en cuanto al uso ordenado de las potencias sexuales y afectivas. La castidad no significa en primer lugar represión, sino “promoción ordenada” y “moderación razonable” y es la razón, abierta a la Voluntad de Dios, la que indica cuándo se tiene que promover y cuándo se tiene que moderar.

5. Orden “afectivo”: si el primer mandamiento dice amar a Dios, éste se debe unir al “amar al prójimo como a sí mismo”. Ahora bien, también hay un orden en el “amor al prójimo”. Hay un orden en cuanto a las personas y un orden en cuanto a las manifestaciones del amor. En primer lugar debo amar a aquellos que están más próximos a mí: mi familia, mi mujer y mis hijos (si estoy casado), mis padres, mis amigos, etc. En segundo lugar, mi afecto se debe regir por este orden: las manifestaciones del amor entre esposos son específicas y difieren en cuanto al modo en las manifestaciones de amor entre hermanos y entre amigos. Este orden se debe establecer también en relación con el estado de vida que se ha escogido: si soy sacerdote, mi trato con las personas estará marcado por la consagración que he hecho de mi vida y de mi cuerpo al único amor de Cristo, lo mismo ocurre con una religiosa. Quien está casado tiene que comportarse con las personas de otro sexo, no como quien está buscando pareja, o como quien quiere “romper corazones”, sino como quien está comprometido a un amor exclusivo que ha de durar toda la vida. El joven debe comportarse con su novia de un modo diverso que el marido con su mujer, precisamente porque es novio y no esposo.

Segundo consejo: Conciencia

Tenemos que saber qué es bueno y qué es malo, “llamar al pan pan y al vino vino”, y estar convencidos de que seguir la conciencia rectamente formada es lo mejor para nosotros. La conciencia es un faro que ilumina la vida. Puede ser que no siempre tenga la fuerza para seguirla, pero el faro estará siempre allí avisándome de lo que debo hacer, y exigiéndome fidelidad. En el cultivo de la virtud de la castidad esto es esencial.

A causa de las modas imperantes y del desenfreno moral, que se eleva a ideal de vida, sentimos en nuestro corazón la dificultad de vivir la castidad. Esta dificultad real puede llevarnos a considerar que no vale la pena luchar, que es mejor vivir “feliz” según los criterios del mundo que seguir a un Dios desconocido que nos “impone” reprimir nuestros impulsos espontáneos. Es decir, la pasión nos puede llevar a justificar los actos desordenados. Es aquí donde la conciencia tiene que ser faro y decir lo que es bueno y lo que no es bueno. Mientras no se corrompa la conciencia, siempre es posible corregir y superarse.

Aquí tenemos que ser muy honestos: ¿conozco la ley moral? ¿Conozco qué es lo que Dios me pide en cuanto soltero? ¿Quiero seguir mi conciencia o prefiero amordazarla, engañándome a mí mismo con sofismas? Es preciso recordar aquí el adagio: “el que no vive como piensa, termina pensando como vive”; es decir, si traicionamos la voz de la conciencia – que no es otra que la voz de Dios que habla desde el interior – acabaremos por justificar lo injustificable, haciendo pasar hasta “un camello por el ojo de una aguja” (cf. Mt. 19,24).

Para formar la conciencia hay que acudir a los maestros que realmente nos puedan instruir en la verdad. Los medios de comunicación – grandes formadores (o deformadores) de la opinión pública – no son, la mayoría de los casos, buenos consejeros. Ellos son muchas veces los principales promotores de la cultura imperante. Acudamos más bien a personas instruidas y sensatas que puedan ayudarnos, corregirnos, decirnos las cosas claras, sin “dorar la píldora”. Acudamos sobre todo a la Palabra de Dios. Repitamos muchas veces el salmo 119: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.

Tercer consejo: Aprecio

1. Aprecio por la virtud en general. Vivimos en una sociedad de mínimos: ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para divertirme sin pecar? ¿Qué es lo mínimo que tengo que hacer para hacer lo que me pega la gana sin traicionar la conciencia? No. El cristianismo no puede vivir de mínimos. Muchas veces en la sociedad civil nos podemos regir por la moral de lo mínimo: ¿cuánto es lo mínimo que tengo que pagar con los impuestos? Nunca iré a hacer la declaración de hacienda, diciendo: “oiga, le doy más de lo que me pide porque veo que es necesario para tapar los agujeros de la carretera”. Más bien actúo así: si tengo que trabajar seis horas al día, trabajo seis horas y basta. Esto es lo mínimo que tengo que hacer.

Esto puede valer para la sociedad civil. Pero no vale para quien se declara discípulo de Jesucristo. Veamos su ejemplo: Cristo no hizo lo mínimo para salvarnos, hubiera sido un redentor bastante raquítico. No. Por el contrario, Él entregó toda su sangre por cada uno de nosotros. En el evangelio de san Juan está escrito: “Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1), y ese extremo fue la pasión, la cruz, la muerte y la resurrección. El modelo del cristiano – y su vía de auténtica felicidad – es Cristo y no el “fresco” dandy que se la pasa disfrutando haciendo slalom con las normas, sacándoles la vuelta.

2. Aprecio por la virtud de la castidad. La castidad es una virtud austera, que exige renuncia y en cuanto tal, es difícil de practicar. A muchos parece imposible de vivir e incluso nociva. Pero tenemos que fijarnos en la dimensión positiva de la castidad: es decir, la entrega del corazón a Jesucristo y el orden en el ejercicio de la sexualidad. En cuanto cristiano – soltero, casado y, cuanto más religioso o sacerdote – mi corazón pertenece a Cristo. En cuanto hombre cabal, debo someter mi pasión sexual al imperio de la razón, pues es más hombre quien controla sus pasiones que el que se deja dominar por ellas.

Apreciar la virtud de la castidad es verla como un ideal por el cual vale la pena luchar: sea que tenga intención de casarme, el ideal de poder llegar al matrimonio con un corazón limpio, que ha sabido ser fiel al amor de su vida y que sabrá en el matrimonio subordinar el sexo al amor espiritual. Sea que opte por la castidad “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19,12). Sea incluso en el caso de que uno no logre casarse y se vea obligado a vivir en castidad en razón de las circunstancias. En este caso es necesario “hacer de la necesidad virtud”; es decir, el no poder casarse no es el peor mal de la vida, que habría de conducir al célibe fatalmente a la pérdida del sentido de la vida, al fracaso y a la frustración existencial. Esto no es así. Si Cristo y María, su Madre castísima, vivieron el ideal de la virginidad, sería un absurdo creer que la castidad es una desgracia en la vida. Tantos santos, tantos hombres de bien han optado libremente o a causa de las circunstancias a vivir la castidad, y su vida ha sido un camino de realización plena.
3. Aprecio por la belleza del amor humano: quienes viven la castidad por el Reino de los Cielos, no lo hacen por deporte o porque tengan una visión negativa del amor humano. El religioso o la consagrada no han dejado algo malo (el matrimonio y lo que ello conlleva) por algo bueno (la castidad en sí misma, considerada como fin y no como medio). No. Vivir la castidad consagrada es renunciar a algo bueno y santo, por algo mejor: el amor y la donación total a Jesucristo. El uso de la sexualidad dentro del matrimonio no es un pecado, sino que ha sido creado por Dios para que dos personas puedan manifestarse el amor en la donación íntima del propio cuerpo, y abiertos a la llegada de los hijos. La virtud de la castidad lleva a los esposos a hacer del acto conyugal un auténtico acto de caridad sobrenatural. Si una persona viviera la castidad como rechazo y desprecio de la dimensión sexual del amor, no sería una persona virtuosa, sino todo lo contrario.

Cuarto consejo: Fomento

Si realmente tengo aprecio sincero por algo, busco incrementarlo. Si tengo un negocio que me está dando ganancias, invierto para que me dé todavía más ganancias. No lo abandono, no me despreocupo de él. Es la ley del éxito de una empresa. Pasa exactamente lo mismo con la castidad. He dicho que la castidad es una virtud no sólo para los religiosos o monjas (que se comprometen bajo voto público), sino para todo cristiano – para todo ser humano digno – sea célibe o casado. Fomentar la castidad es promover todo lo que sea la consideración de la belleza del amor. ¿Qué significa esto?

1. Llenar el corazón de nobles ideales. Desear ser como Cristo que – como dice san Pedro – pasó haciendo el bien (cf. Hch. 10,38). ¿Qué más puedo hacer? Esta ha de ser nuestra pregunta cotidiana.

2. Lecturas que nos ayuden a vivir la virtud. No se trata de leer libros sobre la castidad, sino leer mucho sobre la vida cristiana. Sobre todo la lectura de la vida de santos es un estímulo. Leyendo las vidas de santos sentimos cómo nuestro corazón se llena de deseos de imitación, pues ellos son hombres como nosotros y tuvieron que luchar como nosotros para alcanzar las virtudes.

3. Vida de Sacramentos:
a. La confesión como un encuentro íntimo con la misericordia de Dios. Si supiéramos qué misterio subyace al sacramento de la penitencia, seríamos asiduos clientes del sacerdote. Confesarnos cuando hemos caído es importante, pues en la confesión recibimos la gracia perdida y volvemos a ser hijos amados de Dios. ¡Cuánto gozo habrá sentido el joven rico cuando su Padre lo estrechó entre sus brazos! (cf. Lc. 15). Si no hemos pecado gravemente y sólo tenemos pecados veniales, la confesión nos da un incremento de gracia y la fuerza para ser fiel a nuestros ideales cristianos. Además, la confesión es un gimnasio de humildad: sin Dios no podemos ser fieles, no podemos ser castos, ni en el matrimonio ni en la vida consagrada…
b. Eucaristía: el Pan Purísimo bajado del cielo. Recibir frecuentemente a Cristo Eucaristía será un estímulo para mantener el corazón limpio de impurezas y pecados.

4. Cultivo de las virtudes teologales, en especial de la virtud de la esperanza. ¿Qué significa la esperanza? Es la certeza, que me viene de la fe, de que Dios va a ser fiel a sus promesas y me dará el cielo. Lo dice san Pablo: “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Si yo me esfuerzo por vivir castamente, aunque sea difícil, aunque signifique renunciar a mi “modus vivendi”, aunque signifique cruz y abnegación, estoy dispuesto a luchar porque sé – tengo absoluta certeza – de que Jesús, que subió al cielo para prepararme una morada, está reservándome un tesoro en el cielo.

Quinto consejo: Cuidado

Esto es de sentido común. Huir de las ocasiones de caída. De acuerdo con san Francisco de Sales (citado en el libro de J. Tissot, “El arte de aprovechar nuestras faltas”) hay dos tentaciones que se vencen huyendo: las tentaciones contra la fe y las tentaciones contra la castidad. Si yo sé que ciertas compañías, que ciertos ambientes, que ciertas personas pueden hacerme naufragar, ¿para qué hacerme el “inocente” y creer que no pasa nada? Esto, sin embargo, sólo se entiende a la luz de los primeros principios vistos arriba: si yo aprecio el don de un corazón puro, si yo sé que todo es relativo de cara a la eternidad, entonces voy a actuar en consecuencia. No me voy a exponer a perder la gracia de Dios, que es lo más grande que poseo. En concreto:
1. Cuidar los ambientes: siempre será mejor no frecuentar aquellos lugares en donde sabemos que pueden naufragar los propósitos de fidelidad. Hay algunos lugares que en sí mismos son pecaminosos. No se debe acudir a espectáculos o casas en donde se fomente el vicio. Esto es obvio. Hay otros lugares que serán peligrosos, no en sí mismos, sino de acuerdo con la propia sensibilidad o con la situación existencial en la que se vive. El criterio fundamental para discernir es la honestidad: “yo sé que acudir a esta fiesta me causa problemas... pues no acudo, hago otra cosa”. En la medida de lo posible habría que evitar esos ambientes, aunque no siempre sea posible.

2. Cuidado de la vista: todo lo que entra por los ojos penetra en el corazón. A veces nos angustiamos por las tentaciones que nos azotan y nos preguntamos por qué no podemos ser fieles y puros como ángeles, por qué tenemos que luchar contra las mismas caídas, los mismos pecados, etc. Preguntémonos más bien: ¿qué miro? ¿A dónde se me van los ojos? ¿Dónde se fija mi mirada cuando miro a una mujer o a un hombre? ¿En qué “región” de la “geografía humana” se detienen mis ojos? Es necesario, por tanto, disciplinar nuestra mirada para fijarla sólo en aquello que vale la pena. En concreto:

a. Evitar siempre la pornografía. El cuerpo humano en sí mismo considerado es bello, sea femenino o masculino, porque ha sido creado por Dios. Cuando Dios creó a Adán y Eva, el escritor sagrado escribe: “Y Dios vio que era muy bueno”. Un ojo puro no pone maldad donde no la hay. Por el contrario, la pornografía busca siempre la excitación de las pasiones, las más de las veces por motivos económicos, utilizando a las personas como objeto de deleite sexual. El cuerpo del “otro” es siempre y sólo sujeto, nunca objeto.

b. Hoy en día el acceso a la pornografía es sumamente fácil: basta abrir Internet para encontrar todo tipo de imágenes eróticas. Aun cuando se proteja el acceso a través de un filtro – que siempre es recomendable –, es fácil que se cuelen las imágenes, a veces en páginas que nada tienen que ver con el erotismo. En muchos portales, entre el amplio espectro de accesos, no puede faltar nunca el link para “mayores de edad”.

c. Cuidado con la vista en la contemplación de personas de otro sexo. Hay sujetos que cuando ven pasar a una mujer hacen todo un análisis de geografía humana. Esta falta de control lleva después a llenar el corazón de “toxinas espirituales”, a crear una mentalidad que se detiene sólo en el cuerpo del otro, sin atender al corazón.

Sexto consejo: Cuidado del tacto

a. Atención a las manifestaciones de afecto demasiado íntimas que podrían llevar a faltar a la castidad. Vale aquí la expresión del P. Jorge Loring sobre el baile: ciertamente importa la intención del sujeto, también la intención de la sujeta, pero sobre todo importa “cómo el sujeto sujete a la sujeta”. En el matrimonio hay una donación de alma y de cuerpo, por lo que el cuerpo ya no pertenece a sí sino a otra persona. Es una donación mutua y es una posesión determinada sólo por el amor y jamás por el dominio, precisamente porque no se trata sólo de un cuerpo, sino de un cuerpo espiritualizado. Por ello, “tocar” el cuerpo de la otra persona, sobre todo sus partes íntimas, es hacer un abuso, pues esta posibilidad compete sólo a su “dueño”, es decir, al esposo o a la esposa.

b. El cuidado del tacto se refiere también al propio cuerpo. Desde el punto de vista de la fe, mi cuerpo es templo del Espíritu y, por la gracia, la Santísima Trinidad habita en mi cuerpo como en un templo. El cristiano no desprecia el cuerpo y la sexualidad, sino todo lo contrario. Es tal la dignidad de mi cuerpo – templo de la Santísima Trinidad – que tengo que esmerarme por mantenerlo digno y “ordenado”. Esto significa que el propio cuerpo se debe tocar con respeto y no desordenadamente. Tocarse sólo por motivos higiénicos, para asearlo y poco más.

Sétimo consejo: Cuidado de las personas

No hemos de ser ingenuos en el tema de la castidad. No todos piensan que la continencia sexual es un bien deseable. Se podría decir que sólo una mínima parte de los hombres y mujeres de hoy ven con buenos ojos la castidad. Quien quiere ser célibe tiene que luchar constantemente contra las trampas y asechanzas que otros pondrán a la vivencia de la virtud. Habrá personas que rechazarán nuestro deseo de castidad porque este testimonio les hiere profundamente. Por lo tanto:

a. Atento a los amigos que ridiculizarán nuestros propósitos y nos invitarán a transgredir la norma moral, a echar “una cana al aire”. Es necesario ser firmes en las propias convicciones y perseverar. Cuando vean que somos inflexibles, nos dejarán en paz.

b. Atención a aquella persona que se me cruzará en el camino. Si yo ya soy casado, la castidad me llevará a evitar el trato demasiado íntimo con quien no me has comprometido de por vida. Ya lo dice el refrán: “el hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla”. Simplemente no te acerques al fuego. Si soy consagrado, vale lo mismo. El orden sacerdotal o los votos religiosos no quitan las tendencias, no convierten al hombre en ángel: hay que vigilar y no exponerse a la tentación manteniendo un trato afectivo poco conveniente con personas de otro sexo. El sacerdote no debería estar abrazando o besando a mujeres, por muy “santo” que éste sea y por muy piadosa que sea la “feligresa”, y lo mismo dígase de la religiosa o monja. Porque de una relación puramente espiritual se puede llegar a situaciones lamentables por falta de cuidado. La recomendación de origen agustiniano vale para todos: “el amor espiritual conduce al afectuoso, el amor afectuoso conduce al obsequioso, el obsequioso al familiar y el familiar conduce al amor carnal.

Octavo Consejo: Cuidado con los pensamientos

Finalmente para proteger la castidad, tengo que velar sobre mis pensamientos. La imaginación es la “loca de la casa” como decía santa Teresa. La divagación mental, el desorden interior, lleva muchas veces indefectiblemente a los pensamientos impuros. Ahora bien, dado que vivimos en una sociedad en la que casi todo nos habla de sexo, podemos sufrir los embates de la cultura imperante y ser golpeados por imágenes, recuerdos, imaginaciones, deseos bajos, etc. A veces estos pensamientos pueden ser muy insistentes. Aquí la solución es la sugerida un poco más arriba: estas tentaciones se vencen huyendo. Más que reprimir esos pensamientos, tenemos que distraerlos e ignorarlos. Ocurre como cuando nos asaltan las moscas un día de calor. Rondan las moscas, por la cara, las manos, de nuevo la cara, la nariz, la cabeza y de nuevo la cara... Uno normalmente no entra en crisis existencial porque le fastidia una mosca. Si lo que hago copa mi atención, espantaré a las moscas sin darle mayor importancia. Así también cuanto noa asalten las imaginaciones impuras: distraernos con algo que nos guste. Muchas veces no será algo espiritual. Puede ser el fútbol, el deporte, repasar los estudios, hacer ecuaciones matemáticas, etc. Lo que sea, con tal de que sea honesto y nos distraiga de los pensamientos impuros.


La castidad no es una virtud de ángeles, sino de hombres. No desnaturaliza a la persona, sino que encauza las tendencias para que el ejercicio de las mismas conduzca al verdadero bien del hombre. La castidad no es una virtud sólo de los consagrados, sino un modo de vivir de todo cristiano y de todo hombre cabal. No es más feliz quien rechaza la castidad, sino quien la vive de acuerdo con su estado de vida. Llevada – a veces sufrida – con sentido sobrenatural es fuente de amor y de entrega generosa. El hombre casto, la mujer casta, cuando viven la castidad “en cristiano”, alcanzan la plenitud del amor, porque la castidad no es otra cosa que el amor, vivido con totalidad. Vale la pena, pues, ser castos, ya sea en el matrimonio, ya sea en la vida consagrada, ya sea en el noviazgo... La castidad es la virtud que integra la sexualidad en el grande horizonte del amor verdadero que tiende a Dios como Objeto y fin último, y que permite amar al prójimo ordenadamente, como a uno mismo, e incluso mejor: como Cristo nos amó.

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